Vidas ejemplares

Gladiator

Gente de otra era, forjada en un país de esfuerzo y resistencia

Luis Ventoso

Esta funcionalidad es sólo para registrados

La ruta de los toreros es mucho más larga y estrecha que el relumbrón de los grandes cosos de glamour y leyenda. El sábado por la tarde ese pánzer de la tauromaquia llamado Juan José Padilla, de 45 años, toreaba en Arévalo (Ávila), un pueblo de ocho mil y pico habitantes. Salió el cuarto toro y le colocó un par de banderillas «al violín», según detallan los expertos. Pero trastabilló y quedó tendido en la arena. El imponente morlaco castaño listón se fue a por él y lo empitonó en una sien, levantándole 20 centímetros del cuero cabelludo. La escena era espantosa, pero Padilla todavía tuvo el cuajo de ir por su pie a la enfermería. Su cráneo, con una calva recosida con puntos de sutura sin cuento, impresiona, aunque por fortuna la herida es superficial. El hombre ya anuncia que el próximo viernes quiere torear en la feria de San Fermín, donde adoran su toreo Gladiator y lo saludan con flamear de banderas bucaneras, alusivas a su alias actual, El Pirata (el clásico era más lírico: el Ciclón de Jerez).

Padilla es un torero especializado en fajarse con esos hierros duros de los que se escaquean las figuras absolutas. Lleva encima más costurones que el héroe naval Blas de Lezo. En Arévalo sumó su cornada 39. Asegura que le compensa: «Son condecoraciones. Medallas. Ha merecido la pena. El sufrimiento es parte de la historia de un hombre y de un torero». Yo estaba en la plaza de Pamplona –comiendo langostinos y bebiendo una copita de cava por gentileza de una peña– en aquella tarde de julio de 2001 en que Padilla resucitó por primera vez. El Miura se clavó en su cuello con un impacto seco, que acalló y dejó helada a la plaza más bullanguera del planeta. Todos creímos haber contemplado una horrible muerte en el albero. Padilla superó el trance. Siguió toreando. El 7 de octubre de 2011, en la plaza de la Misericordia de Zaragoza, un toro le arrancó el ojo izquierdo y le desfiguró la cara. Imposible volver. Lo hizo, con un parche en el ojo, mermado, pero con su valor a lo Mishima intacto. El año pasado lo corneó otro toro en Valencia (pecho y muslo). El sábado, en esta que en teoría es su temporada de despedida, llegó el susto gore de Arévalo.

Padilla, casado desde hace 23 años y padre de dos hijos de 12 y 14 años, jamás se queja. La cogida de Zaragoza le ha dejado un acúfeno en el oído izquierdo; en su mente no existe el silencio. Probablemente sufrirá también dolorosas cefaleas. Pero calla, aguanta y hasta intenta componer una imagen pinturera, con sus patillas de hacha y sus trajes meridionales de pañuelo barroco en pechera. Debería haberse retirado ayer mismo, porque ha llevado demasiado lejos su flirteo con la muerte. Sin embargo es imposible no admirar su determinación, que es la de un chaval que a los catorce años empujaba por las calles de Jerez el carrito de una panadería y tenía un sueño, único y obsesivo: ser figura del toreo. Padilla solo se explica por sus orígenes. Es hijo de una España de esfuerzo y resistencia, que hoy no se estila ni se admira. La que a golpe de trabajo nos ha traído a la élite del primer mundo.

Déjelo, maestro, que usted ya ha cumplido.

Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación