Frufrú de cortinas

Barrunto de mudanza en el Madrid de los conciliábulos. Las élites de poder han dejado de ver a Rivera como un gregario

Ignacio Camacho

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Seiscientas personas y cola en la puerta. El Madrid de los conciliábulos de poder, el que siempre se arrima al sol que más calienta, ventea la chance de Albert Rivera . A ese Madrid novelero de los salones, al del periodismo y la alta empresa, le espanta que pueda pasar algo y quedarse fuera; se siente en la necesidad de seguir las tendencias y acude a esta clase de citas no tanto a ver como a que lo vean. Su comportamiento es un termómetro de expectativas tan volátiles como la propia política posmoderna; muchas intrigas matinales de café con leche y croissant no llegan vivas a la sobremesa. Antes de las elecciones de 2015 también hubo empujones para escuchar a Pablo Iglesias en ese mismo Ritz que va a cerrar en febrero para renovar sus históricas moquetas. Un año más tarde era Susana Díaz , sic transit, la que concitaba en idéntico escenario un fragor compulsivo de apuestas. El hombre de moda, por cierto, tiró ayer el penalti fuera; se entretuvo en cuestiones más bien episódicas sin desgranar un proyecto ni una estrategia.

A la misma hora, cerca de Alcobendas, Rajoy se declaraba ante Carlos Alsina dispuesto a darse a sí mismo -«según cómo vayan los acontecimientos»- otra vuelta de tuerca. Eso no significa gran cosa salvo que no quiere abrir especulaciones sucesorias, lo último que le conviene a un PP acalambrado, desconfiado en sus fuerzas. El presidente quiere al partido apiñado y sin distracciones, y aunque desaliente a los más inquietos no piensa aplicar otra receta que la de siempre: aguante y paciencia. Sabe que se le van a complicar los presupuestos, que Cs le va a hacer sudar y que Cataluña puede dar nuevos disgustos, pero va a estirar la legislatura todo lo que pueda. Esta semana ha batido un récord de estancia en el poder: cinco ministerios y dos presidencias y media; para un gobernante con tantos trienios, que ha visto emerger y hundirse a tantos adversarios, los movimientos demoscópicos o conspirativos son una simple anécdota. Su afición al ciclismo le ha enseñado a entender la política como una prueba de resistencia, una carrera de regularidad en la que hay que sobreponerse a las pájaras sin bajarse de la bicicleta. La diferencia con otras ocasiones comprometidas es que ahora el rival que lleva pegado a su rueda compite, aunque no en su equipo, sí bajo la misma bandera. Que ya no tiene el liderazgo monopolístico del centro-derecha.

Y eso es lo que se notaba en el Ritz: la sensación patente de un cambio de ánimo, la mudanza del favor de unas élites que han dejado de ver a Rivera como un gregario y que nunca le han otorgado al marianismo el plácet cortesano. Lo han aceptado -igual que la mayoría de sus votantes- como mal menor pero sin atisbo de entusiasmo y nada las agita más que un viento de cambio. Está por ver si ese revuelo de cortinajes aterciopelados presagia un vuelco o se trata del enésimo barrunto falso.

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