EDITORIAL

Francia, secuestrada por la sinrazón

Tomar violentamente las calles de París en nombre de una engañosa frustración económica no es solamente injusto, sino inmoral

Un manifestante lanza un objeto contra un agente de policía durante las protestas de los chalecos amarillos EFE

ABC

LA revuelta de los llamados chalecos amarillos que sufre Francia desde hace ya cuatro semanas no merece ningún respeto. Se trata de una erupción demagógica y violenta sin pies ni cabeza y que ya ha causado varios muertos, decenas de heridos y unas pérdidas económicas astronómicas que también afectan a países vecinos como España. Aunque pueda ser representado como colectivo, este movimiento no es más que una suma de frustraciones individuales, y en sus manifestaciones violentas y destructivas no hay solidaridad, ni siquiera respeto por el bien común. Esta efervescencia oclocrática nada tiene que ver con la democracia. Es la masa en estado puro, bárbaro e irracional, el medio ideal para el desarrollo de las peores y más inquietantes emociones. Los que salen a la calle a vociferar y a enfrentarse con la Policía no buscan un avance general de la sociedad: su único afán es reclamar un incremento de su poder adquisitivo, exigencia que revela el límite moral de una revuelta cuyos protagonistas solo aspiran a mejorar su papel individual dentro de la sociedad de consumo.

En Francia, los sucesivos gobiernos llevan décadas creando las condiciones para que esta frustración se desarrolle, a base del aplazamiento de las reformas que el país necesita para salir de una inercia paternalista que paraliza sus energías y fagocita sus recursos. La angustia que sienten muchas sociedades desarrolladas ante el futuro, cada vez más imprevisible en un mundo globalizado, también ha contribuido a generar este estado de insatisfacción, generalizada ante fenómenos como una emigración a gran escala que muchos perciben como una amenaza. Un simple vistazo a ese mundo del que huyen tantos miles de personas es suficiente, precisamente, para constatar que la de Europa sigue siendo una de las sociedades más justas, prósperas y seguras que existen en el mundo. Y que tomar violentamente las calles de París en nombre de esa frustración infantil no es solamente injusto, sino inmoral.

No es de extrañar que este estallido se haya producido después de la elección de un presidente como Emmanuel Macron, que ha querido presentarse como una especie de redentor desprovisto de ideología -o asumiendo una mezcla de todas- y sin un partido verdaderamente organizado territorialmente. La fórmula de su movimiento, Francia en Marcha, ha contribuido a la deslegitimación de las estructuras políticas, lo que probablemente ha abierto las puertas a toda clase de oportunistas. Y la situación es tal que el presidente Macron no puede negociar porque no tiene a nadie con quien hacerlo y porque, si lo hiciera, no haría más que enviar señales de debilidad frente a esa masa violenta e informe que representa el germen de lo peor de nuestras pesadillas pasadas.

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