Finiquitud en el lodazal

La confusión de valores lleva a una inversión malsana de prioridades

Hermann Tertsch

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En esta sociedad desarrollada, en la que se sale del mundo de los vivos por la puerta de atrás de asépticos tanatorios de extrarradio y discretos crematorios entre arbolado, la ausencia de la muerte de la vida cotidiana crea una falsa percepción de perennidad. Todos actuamos como si fuéramos a estar por aquí no ya una vida, sino varias o muchas seguidas. Hoy ya no nos sucede lo que a todos nuestros antepasados hasta hace muy poco, que veían cómo sufrían y morían las gentes de su entorno directo en su inmediata presencia. Por eso nos comportamos como si no pudiéramos morir en el mismo instante este en que se escribe o se lee esta frase. Como si nuestra existencia no fuera un soplo en el que con máxima concentración, vocación, estudio y amor apenas logramos entender un guiño del misterio de la existencia en esta mota de polvo del universo que es este planeta. Como si tuviéramos tiempo. Hace mucho que no hemos sufrido una guerra. Prioridades, jerarquías y valores están confundidos, trastornados u olvidados. Porque abolido Dios y desaparecido el duelo para la cotidianidad de una mayoría, se nos olvida que somos finitos. No sentimos ese hecho trascendental y ya no percibimos la infinita fragilidad del ser humano, la conciencia que da valor a la vida y al tiempo.

Solo así se entiende que las sociedades desarrolladas se obsesionen, enzarcen y agoten en dilemas y luchas absurdas y ridículas que son un insulto a la inteligencia de nuestra especie y a la trayectoria de nuestros mayores. Desde Atapuerca. Mucha tontería ha pensado y hecho el ser humano desde que tuvo la maña de empuñar una herramienta. Pero el espectáculo que damos desde hace un par de años en España, un rincón de un diminuto continente vetusto y anquilosado, es tan grotesco y tan ofensivo para el sentido común en un planeta aun con muy urgentes necesidades, que merecería la deportación de toda la sociedad implicada. A otros lares. En intercambio por una población maltratada por el pasado y el presente en algún lugar remoto y miserable del Tercer Mundo que no escasean. No solo la sociedad catalana debería recibir, en traumática ducha fría de realidades, un acicate durísimo para que tomara conciencia de la frivolidad criminal con la que ha permitido a sus gobernantes tomar una senda del sinsentido. Toda la sociedad española debería verse aunque solo fuera un momento en la situación a que puede llevarla una malsana inversión de las prioridades personales y colectivas.

La Nación se rebela ahora contra la indignidad de los agresores de una minoría separatista y la humillación de acontecimientos ignominiosos. Pero han sido muchos años de desidia, dejadez e indiferencia culpable de la sociedad española los que han permitido que la clase política se degradara a lo que es hoy. Y que la política fuera sustituida por la sinrazón ideológica, por la cobardía oportunista y por la más arrogante arbitrariedad. Sin más referencia que el lucro. No hemos pensado en la muerte ni en la vida ni el tiempo limitado que tenemos, cada uno y todos juntos. Y nos hemos embarcado en un disparatado juego tan infantil como cruel de ambiciones baratas, satisfacciones obscenas y pornográfica subcultura. En este autosatisfecho lodazal surgen unos cuantos que creen poder medrar más y mejor en su propio lodazal. No sería en sí ninguna tragedia si no fuera cierto que solo si estamos juntos hay esperanza de que el lodazal se drene y florezca. Y no se tiña de sangre.

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