Estación de Finlandia

Puigdemont quedó desnudo. De muy honorable «presidente en el exilio» pasó a muy sórdido «delincuente en fuga»

Gabriel Albiac

Esta funcionalidad es sólo para registrados

Un turbio hombre de negocios, Parvus, ideó la operación. Pasará a la mitología del siglo XX como la del «Tren de Finlandia». No por el idílico país de los fiordos. Sino por el nombre de una estación de Petrogrado. La que cerraba los 3.200 kilómetros de raíles que median entre la Berna de la que salió el convoy y la capital zarista en donde el vagón fue desprecintado para que Lenin, Sokólnikov, Zinóviev y Rádek irrumpiesen en la leyenda. Habían atravesado Suiza, Alemania, Suecia y Finlandia, herméticamente encerrados, antes de que los aclamara el soviet de la capital rusa. El misterio de cómo el «vagón sellado» pudo cruzar las fronteras en guerra no es tal. En 1917, Alemania vio en esa idea genial, por cuyo diseño Parvus se embolsó dos millones de marcos, la ocasión de dar el golpe de gracia al enemigo ruso. La insurrección bolchevique rompería el ejército zarista y Alemania impondría sus condiciones para el fin de la extenuante Gran Guerra. No era un cálculo malo. A corto plazo. Nadie previó que aquel desquicie en Rusia acabaría por sacudir los cimientos de toda Europa. A lo largo de tres cuartos de siglo.

Durante las pocas horas en que Carlos (Carlitos, para el presidente de Tabarnia) Puigdemont permaneció en Helsinki, tuvo a su alcance la oportunidad de fletar su propio «Tren de Finlandia». O su avión, si deseaba ser más moderno. La jugada era de manual: entregarse motu proprio a las autoridades finesas, aceptar ser transferido a la justicia española; luego, desplegar la tierna escenografía del mártir de la patria que afronta la tiránica persecución a que lo someten quienes tiranizan a su noble pueblo. Es una colección de sandeces, claro. Pero las sandeces cuelan en política. Y, si se juegan en el momento oportuno, proporcionan niveles de rentabilidad altísimos.

En el instante mismo en que, tras haber garantizado su comparecencia ante la policía finesa, Puigdemont puso pies en polvorosa, sin ni siquiera recurrir al conmovedor cumpleaños filial de Mamá Rovira, el independentismo perdió su última baza: la credibilidad internacional. Y Puigdemont quedó desnudo. De muy honorable «presidente en el exilio» pasó a muy sórdido «delincuente en fuga». Para colmo, la fuga la planificó muy mal. Y lo fueron a trincar, justamente, en una Alemania que prevé para los delitos de rebelión y malversación, por los que es buscado, penas muy similares a las españolas. La cosa resultaría francamente divertida, si no fuera porque, en estos seis meses, Puigdemont ha logrado arruinar a Cataluña y gangrenar su sociedad irreversiblemente.

¿Por qué no jugó Puigdemont en Helsinki al «Tren Finlandia»? Lo tenía todo a su favor para poner en un brete al «enemigo español». Sólo debía afrontar un riesgo menor: la cárcel. Menor, porque no hay mejor aliado de un golpista que una estancia épica tras los barrotes. Un precio muy barato por crear una nación. Pero el miedo a la cárcel parece, en Cataluña, más sólido que las epopeyas. No hubo Tren de Finlandia. Game Over .

Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación