Ignacio Camacho

España Cenicienta

Hoy se va a retransmitir en tiempo real un golpe de Estado con la frívola apariencia posmoderna de un espectáculo

Ignacio Camacho

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En España se va a retransmitir hoy en directo un golpe de Estado. Con la naturalidad de un partido de Liga, minuto y resultado, y por cierto con el mismo operador como intermediario. Será la segunda vez en esta democracia, pero al menos en la primera no hubo advertencia de antemano y la televisión grabó a escondidas de los sublevados. En esta ocasión se trata del intento de destruir una nación democrática a plena luz del día, una asonada contra la Constitución ofrecida en tiempo real con la frívola apariencia posmoderna de un espectáculo.

Han tenido que suceder muchas cosas para llegar a este momento, que no es fruto de la improvisación ni de la casualidad sino la consecuencia de un largo proceso en el que al mecanismo de cohesión del país se le han ido aflojando los pernos. Primero, la ingenuidad con que durante tres décadas los poderes públicos entregaron al nacionalismo capacidades políticas para consolidar su hegemonía y asentar su modelo. Después, la ligereza de la reforma estatutaria auspiciada por el presidente Zapatero. Por último, la contemplativa galbana con que este Gobierno ha desdeñado la amenaza creciente de levantamiento. Y en medio, la crisis económica, institucional y social que ha minado las bases del sistema, desacreditado a sus élites y desvertebrado a España como proyecto.

Es tarde para lamentarlo. Se han perdido tantas oportunidades que ya no queda sino evitar de cualquier manera el colapso. Con su mitología de la emancipación, sembrada con tenaz pedagogía y una asfixiante propaganda, los soberanistas han llevado a Cataluña a un clima anímico insurgente iluminado por un hálito revolucionario. Han roto todos los compromisos de lealtad sin margen de negociación ni de pacto. Han creado un marco de opinión dominante basado en una xenofobia supremacista y en un redentorismo mesiánico. Han implantado una distopía de pensamiento único construido con leyendas sesgadas, infundios victimistas y argumentos falsos. Ante esa descomunal sinrazón, triunfante por ausencia de refutación y contraste, no caben ya alegatos, controversias ni diálogos. El único modo de impedir el motín consiste en sofocarlo.

Existe sin embargo un vago punto de esperanza sobre el que dibujar la curva de inflexión del fracaso. Ha sido tal la arrogancia del desafío separatista, tan abusiva su insolencia, tan arbitrario su descaro, que ha provocado en muchos ciudadanos españoles una reacción de rebeldía, una cosquilla de orgullo subestimado. De las entrañas de la vieja nación cenicienta ha surgido una cierta energía colectiva, un estímulo de resistencia al agravio, un tardío impulso de defensa de la integridad territorial y del orden igualitario. Esa corriente de sentimientos heridos es la que hoy respalda, aun con inevitable precariedad política, la maltrecha autoridad del Estado. Y tal vez sea un aliento demasiado débil para soportar un desengaño.

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