Despixelado

El «despixelado» se ha convertido en un rito de paso comparable al primer oso cazado con el cual el pequeño sioux se ungía guerrero

David Gistau

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De un tiempo a esta parte, percibo que ha hecho fortuna la expresión «despixelar» referida a los vástagos de los personajes del corazón cuando alcanzan la mayoría de edad y por tanto se convierten en piezas de caza legítimas para los «paparazzi». Un periódico iberoamericano hizo una vez un chiste atroz sobre la hija de Figo diciendo que, una vez «despixelada», ya era «cancha reglamentaria»: si Figo desea batirse en duelo, el padre de una niña que uno es estará encantado de acompañarlo como padrino.

Existen dos tipos de «despixelado». El robado, donde un fotógrafo se cobra la gloria de una primera imagen furtiva más celebrada que si hubiera conseguido la del mismísimo Yeti. Y el consentido, donde la persona que acaba de cruzar el cabo de los dieciocho es ofrecida casi en sacrificio a la inexorable voracidad mundana para al menos controlar el resultado de la fotografía.

En cualquier caso, para el «demi-monde» que tan entretenidos nos mantiene con sus miserias y al que la reina podría terminar de arrastrar a la corona, el «despixelado» se ha convertido en un rito de paso comparable al primer oso cazado con el cual el pequeño sioux se ungía guerrero o a la imposición de la toga viril entre los romanos que, a partir de Augusto, se hacía en el templo de Mars Ultor, o sea, en el consagrado a la guerra, para que el chiquillo se hiciera una idea de qué lo esperaba después de haber pasado la infancia protegido detrás de un píxel. Ahora que entre la gente bien vuelve a estilarse el baile de presentación en sociedad de las debutantes, fantaseo con verlas bajar del coche llevando todavía incrustado en la cara un enorme píxel que les sería extirpado justo antes del primer vals ante el «¡Oohhh!» admirado de la concurrencia al descubrir tanta belleza oculta.

Como suelo regresar últimamente a las lecturas del corazón como solaz para sobrellevar las decepciones impresas en los muros de la patria mía, me doy cuenta de que los «despixelados» sirven además para consagrar un sentido dinástico de las «socialités». Las Campos, por ejemplo, acaban de proyectarse al menos una generación más con la carismática irrupción de una hija/sobrina/nieta peinada como en la edad del jazz de Scott Fitzgerald, como una «flapper» pasada por las procesiones de Málaga. Ha habido otros «despixelados» intrusivos, casi violentos, que nos agradan menos porque fabrican víctimas prematuras de la mofa y la crueldad. Pero hay renovación, hay futuro, hay una industria del «despixelado» que parece una cadena de montaje de prototipos nuevos que van sustituyendo los ya agotados por años de exposición en los mentideros. La casa Campos, sin ir más lejos, tiene una capacidad de regeneración que ya la querría la casa de Mónaco. O la del PP, donde hace años que nadie «despixela» a una nueva estirpe, sino que prolifera el apetito saturnal de las especies preaznaristas que se resisten a fluir hacia las tardecitas de petanca.

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