Un creyente

Mladic es un producto paradigmático del odio fósil propio a los creyentes de esa religión homicida llamada nacionalismo

Gabriel Albiac

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PASADOS más de veinte años, ¿cerrará la condena de Ratko Mladic, finalmente, la tragedia de lo que fuera un día Yugoslavia y es hoy nada? Poca esperanza cabe de eso. Nada extingue las heridas del pasado. Y la doctrina de los primeros Padres de la Iglesia, que defendían cómo ni siquiera Dios podía hacer que lo que fue no haya sido, cobra toda su hondura en los pasajes trágicos de la historia de los hombres. Y en los abominables. En los abominables, sobre todo. Lo hecho, hecho queda eternamente; nada puede redimir el mal sembrado.

En 1981 moría Josip Broz, al cual todos conocemos por su nombre de clandestino: Tito. Y Yugoslavia entraba en la agonía que habría de durar un decenio y medio. Tito había sido uno de los personajes más extraños del atormentado siglo XX europeo. Formado en la implacable escuela estaliniana de la Komintern, había velado armas en la guerra de España. Y fue más tarde el único dirigente comunista que logró alzar en su país una fuerza guerrillera capaz de dar batalla al ejército alemán y de vencerlo. Fue, de inmediato, en 1948, el único dirigente comunista que logró enfrentarse a Stalin y mantenerlo a raya: a él y a sus sucesores. Fue –y es lo más prodigioso– el gobernante que logró el milagro de mantener unido a un país imposible. A lo largo de cuatro decenios. ¿Era lo suyo una dictadura? Lo era. Pero no comparable a la de sus vecinos del imperio soviético. Las fronteras de Yugoslavia estaban abiertas a los viajeros occidentales. Y, desde 1968, los ciudadanos yugoslavos podían viajar al exterior sin mayor problema. Algo que fue impensable en el resto del Este hasta 1989. A inicio de los noventa y caído el muro, todos pensábamos en Yugoslavia como la nación mejor preparada de la zona para adaptarse al modelo europeo. Fue un espejismo.

La semilla del odio estaba viva. Y esa semilla tenía un origen histórico atroz: las matanzas perpetradas, durante la ocupación alemana, por los nazis croatas de la Ustacha contra la población serbia. Apenas Tito muerto, las piezas del mosaico yugoslavo saltaron. Y bastó el error fatal de Alemania y del Vaticano, al propiciar la independencia de la católica Croacia, para que el rencor mutase en guerra. De exterminio. Quienes una semanas antes de aquel trágico 1991 eran cordiales vecinos, se transformaron en verdugos. Como siempre que el rencor impera, como siempre en los nacionalismos, quedó abolido el tiempo. Y todos retornaron a la carnicería en el punto en el que la interrumpió la derrota alemana de 1945.

Ratko Mladic es un producto paradigmático del odio fósil propio a los creyentes de esa religión homicida llamada nacionalismo. Su padre había sido asesinado por la Ustacha cuando él tenía dos años. Entró muy joven en el ejército. E hizo de la mística nacionalista su única fe y el único sentido de su vida. Cuando Eslovenia primero, luego Croacia y Bosnia-Herzegovina, rompieron la unidad que él juzgaba sagrada, Mladic fue el ángel exterminador para quien nunca existieron límites. Ni en Sarajevo ni en Srebrenica. La condena de ayer se limita a alzar acta de lo sabido: diez mil civiles en la primera, más de ocho mil en la segunda, fueron ejecutados por el entonces jefe máximo del ejército serbio. El mayor genocidio sobre suelo europeo desde la segunda guerra mundial.

Mladic es hoy un hombre viejo y roto. No sobrevivirá, con seguridad, mucho en su prisión perpetua. Pero, ¿va a cerrar su muerte la tragedia de ese desbarajuste que fue un día Yugoslavia? No soñemos imposibles.

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