Cachete

España esperaba anoche oír el despertador del Estado señalando con más energía la hora del final del delirio

Ignacio Camacho

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No era esto, no era esto. La proclamación de la independencia es un desafío chulesco, una humillación política y moral del Estado. El resultado de un deplorable vacío de poder, de una galbana institucional inexplicable, de un largo abandono abúlico y resignado, de un desarme democrático. Y todo eso no se puede solucionar con un envite manso. Al Gobierno no sólo se le han aflojado las piernas; le han temblado las manos. La convocatoria de elecciones, en estas circunstancias, equivale casi a un premio para los autores de un golpe que ha situado a España al borde del ridículo y del fracaso.

El aquelarre parlamentario del soberanismo fue un sainete, una payasada sin épica ni brillo; como hecho fundacional de su presunta república representa un mamarracho sin grandeza ni heroísmo. Una payasada cicatera, mezquina, sin intrepidez, sin entusiasmo, sin convicción y hasta sin el mínimo lirismo. Como mito, una birria; como alumbramiento de una nueva nación, un timo. Pero hasta cualquier timador en grado de tentativa suele ir a la cárcel por cometer un delito. Y nadie en la España constitucional, en la España que ha colgado en sus balcones la enseña de su recuperado patriotismo, puede entender que los golpistas que han declarado la secesión duerman este fin de semana en sus casas en vez de en presidio.

Tampoco lo va comprender la Cataluña desdeñada, la Cataluña disidente sometida a la presión hegemónica del soberanismo. La Cataluña a cuyos ciudadanos quieren despojar de su identidad española para condenarlos en su propia tierra a una especie de exilio. Toda esa gente esperaba anoche oír el despertador del Estado señalando la hora del final del delirio. Necesitaba, como dice esa broma que circula por whatsapp, que cuando esta madrugada se atrasen los relojes, el de Cataluña marque la una y cincuenta y cinco. Y reclama aún que este país muestre de una vez por todas un cierto respeto a sí mismo.

Frente a esa exigencia de energía democrática, el Gobierno ha optado por una respuesta de mínimos. Ha sufrido un ataque de vértigo, de pánico al vacío. Le ha faltado fe en sus fuerzas para salir al rescate de su propia autoridad en entredicho. Las elecciones autonómicas las rechazó Puigdemont el jueves para entregarse a la culminación de su designio; pensar que ahora son la solución es una muestra de apocamiento que esconde la ausencia de confianza en el ejercicio del poder más allá de los entresijos jurídicos.

Después de una declaración de independencia con recochineo arrogante, la restauración de la dignidad nacional requería un ejercicio proporcional de jerarquía política, un acto de mando imperativo. Rajoy se ha quedado a medias; no se ha atrevido. En comparación con el agravio sufrido, la destitución del gabinete golpista es el cachete con que se reprende a un niño. Marianismo puro: soluciones conformistas para evitar meterse en un lío.

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