Bayona en verano

Alejado de la capital y sumido en la lectura, espero que el sol se ponga cada tarde por el horizonte

Vista aérea de la bahía de Bayona Salvador Sas
Pedro García Cuartango

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Claude Monet empezó a pintar en el verano de 1890 en Giverny una serie de 25 almiares o montones de paja en el campo tras la cosecha. El motivo de cada cuadro es casi idéntico pero lo que varía es la luz que ilumina la representación. No en vano el artista gustaba decir que él no pintaba lo que veía sino cómo lo veía.

Me han venido a la mente estos trabajos de Monet mientras contemplaba el intenso azul del mar de una tarde en Bayona. Por la mañana, todo parecía dormido bajo una espesa niebla que envolvía las casas y la bahía. Horas después, el sol ha emergido radiante de las nubes y el paisaje ha adquirido un carácter luminoso con el nítido contraste entre el color del océano y las verdes montañas que bordean la costa.

Lo que más me atrae de la bahía que va desde Bayona a Nigran es su aspecto permanentemente cambiante, de suerte que resulta imposible fijar una imagen de este escenario que podría haber inspirado a Monet en su intento de atrapar la fugacidad de las cosas. Desde mi ventana, el lento deslizarse de los veleros en el horizonte sobre la llanura añil del mar parece un espejismo como el del viajero perdido que cree vislumbrar un oasis en el desierto.

Hegel reflexionaba sobre la imposibilidad de atrapar el movimiento. Apuntaba en las primeras páginas de su Fenomenología que la conciencia fija una representación en la mente. Por ejemplo, un árbol en una colina. Pero instantes después, esa imagen es una abstracción que sólo remite a sí misma porque la realidad es cambiante y ese árbol ha dejado de ser lo que era. Hay instalado en lo real una permanente negación de sí mismo, como observaba el filósofo alemán.

Por ello, me suele invadir una sensación de frustración cuando observo desde la terraza esta bahía, eternamente invariable en la medida que cambia en cada instante. Es el perpetuo movimiento lo que me produce esa quietud que me empuja a permanecer durante horas en la contemplación de este espectáculo evanescente.

Soy consciente de que estoy cayendo en una mezcla de mística y metafísica, pero me parece inevitable en una tarde de verano en la que un viento frío azota el rostro mientras buena parte de España se muere de calor. Aquí el mes de agosto es tiempo de manta para echarse la siesta y de jersey para darse un paseo por el pueblo.

No he podido observar este año el espectáculo de las Perseidas ni tampoco el reciente eclipse de la Luna porque el cielo nocturno siempre ha estado cubierto de pobladas nubes en estos parajes. Pero a cambio los vientos atlánticos han propiciado esos días inciertos e inestables en los que la bahía se transforma como el escenario de un teatro que se renueva en cada acto.

Alejado de la capital y sumido en la lectura, espero que el sol se ponga cada tarde por el horizonte en una apoteosis de luces y sombras que, cuando se hace la oscuridad, nos deja una melancolía que encoge el corazón..

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