Los ausentes

A la hora de la verdad, los asuntos resultan ser algo irrelevante comparados con los afectos que nutren el corazón

Isabel San Sebastián

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Se multiplican de manera implacable. Pesan en el alma cada vez más. Pueblan los recuerdos. Acompañan. Evocan nostalgias agridulces de lo que fue o pudo haber sido. A veces, demasiadas, duelen.

A medida que pasan los años, los ausentes cobran un protagonismo sorprendente del que apenas nos apercibimos en el día a día. Son sombras que caminan a nuestro lado por la ciudad, entran con nosotros a un restaurante familiar, nos miran desde una fotografía en blanco y negro, recuperan la voz y el calor en esos sueños de los que no querríamos despertar. Están ahí, en número inquietantemente creciente. Poseen entidad propia, naturaleza concreta, en ocasiones casi corporeidad, de tanto como los sentimos, por más que generalmente su papel sea similar al del aire que respiramos sin ser conscientes de hacerlo. Entonces llega una fecha señalada, un acontecimiento especial, una celebración asociada en la memoria a su presencia, e irrumpen de golpe en la emoción, cual elefante en cacharrería, derribando sin misericordia todas las barreras defensivas que levantamos capa a capa con el fin de ahuyentar la tristeza provocada por su ausencia.

Perdóneme, querido lector, esta incursión extemporánea en un territorio ajeno al que acoge habitualmente la columna. El Contrapunto suele transitar por los caminos de los asuntos, que aportan material sobrado para la reflexión cotidiana de este ABC centenario en el que me honro en colaborar. Hoy se traslada extraordinariamente al ámbito del corazón, entendido en sentido machadiano, porque empieza un nuevo año y es tiempo de balances y propósitos. Porque si algo enseña la vida es que, a la hora de la verdad, los asuntos resultan ser algo prácticamente irrelevante comparados con los afectos que nutren el corazón. Porque quien no tiene corazón ni conoce su lenguaje carece de capacidad para penetrar hasta el fondo de cualquier asunto referido al ser humano. Porque estoy segura de que también usted, amigo en la distancia, recuerda estos días con singular intensidad a todas esas personas que significaron algo en su caminar y dejaron tras de sí una huella imborrable. Ellas viven en nosotros. Son. Están. También hoy, aquí, en este espacio que llegamos a compartir con muchos de ellos.

Creo haber alcanzado esa etapa de la existencia en la que el calendario no se mide ya por hojas sino por tacos. Corre los cien metros lisos. Vuela. Las metas profesionales que marcaron hitos se han cumplido ya o no se cumplirán jamás. Me adentro en la cuesta abajo, sin lamentos, convencida de que cada momento tiene su música y todas deben bailarse con idéntica alegría. Queda mucho, muchísimo por bailar. Y más aún por aprender. Lo que trae de nuevo a colación a esos ausentes que pueden limitarse a arañar, quedarse en vacío estéril, o mutar en compañeros leales con los que seguir avanzando. Yo elijo esta segunda opción. Añoro cada abrazo que no daré, cada sonrisa de esas que encierran un universo de incondicionalidad, cada palabra susceptible de infundirte valor, cada llamada telefónica, cada carcajada, ese hombro en el que llorar sin miedo ni vergüenza. Los añoro, pero jamás habría renunciado a ellos ante la certeza de ir a perderlos. Deploro todas las puertas mal cerradas del pasado, aunque la verdad es que fueron pocas pues sé muy bien desde antiguo, por dolorosa experiencia, lo fácil que resulta ausentarse cuando menos se lo espera una. Y en cualquier caso, ni una sola de ellas habría dejado de abrir. Elijo seguir amando, persistir en el empeño de amar, desde la seguridad absoluta de que el auténtico amor no muere.

¡Feliz Año Nuevo!

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