Las alhajas de gasolinera

«Al coche había que ponerle gasolina, y al viaje había que echarle la marcha de las canciones»

Imagen de archivo de una carretera en Arizona, Estados Unidos AP

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Hubo un tiempo en que la gasolinera, en España, estaba cruzada de joyería, porque ahí se vendía el casete, aquella alhaja de la música ajetreante del momento. El momento eran los años setenta, o los ochenta, y las alhajas eran la música de Los Chichos, o Los Chunguitos, o Las Grecas, o Georgie Dann, que se compraban, de expendedor giratorio, mientras el gentío iba a Torremolinos o venía de Benidorm. Doy este ramo de datos porque el casete es una gloria extinta, y las generaciones nuevas igual pudieran pensar que hablamos, con el casete, de un pariente no lejano del gramófono.

El casete, mayormente, se escuchaba en el coche, y era un compañero de viaje que pillabas en la carretera, porque al coche había que ponerle gasolina, y al viaje mismo había que echarle la marcha de las canciones de la temporada, que eran por lo general una recopilación de rumbas desiguales, con el gancho de un tema de El Fary, o de Manolo Escobar. Con eso íbamos haciendo un viaje de discoteca sin salir del coche, rumbo al verano, porque el casete era un ingenio de uso estival, y ponía amenidad machacona a una ruta de calor homicida, que es el mismo de hoy, sólo que entonces sin aire acondicionado.

Fuimos unos viajeros de ventanilla abierta y menú de canción del verano. No pretextaremos, ahora, que el viaje del veraneo de antaño, o casi antaño, era un viaje de melómanos, obviamente, porque el casete de carretera era un casete de grandes éxitos popularísimos, algo así como la sangría de la cinta magnética, algo así como el garrafón del flamenquito, que se prorroga hasta Camela, el último gran invento de lo que llevaba mucho tiempo inventado, la tecnorrumba.

Hubo, en la copa de los casetes más vendidos, algún ejemplar de los chistes de Arévalo, o una antología de Juan Luis Guerra, que cantaba a la bilirrubina mientras íbamos apurando el viaje largo de carretera de un solo carril por sentido. Hasta aprendimos a bailar la lambada sin bailarla. Dicen que el casete cotiza en las subastas de internet como una esmeralda de los turistas de antaño.

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