Vi el abismo

Iniesta, como tantos antes, ha contado lo frágiles que somos

Luis Ventoso

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Nada más sólido que Bruce Frederick Joseph Springsteen, un señor de 68 años con tal dominio que hasta lo apodan El Jefe. Con unas cartas flojas en la cuna logró coronar la cima del Olimpo. El éxito universal. Nació en una ciudad mediocre de la costa de Jersey. Hijo de Douglas, de raíces holandesas e irlandesas, conductor de autobús, peón ocasional, pero mayormente parado, y de Adele, secretaria de un bufete, de ancestros napolitanos. La rama Springsteen encarnaba las tinieblas. El padre era áspero, bronco, con problemas mentales que lo sumían en un silencio enojado y la depresión. Los italianos, los Zerilli, representaban la jovialidad y la creatividad desenfadada. El adolescente Bruce se propuso convertirse en un héroe del rock como los que lo maravillaban. Se pateó cada tugurio de Jersey. Aprendió a "hablar con la guitarra". Empuñó la pluma para escribir versos sobre la vida monocorde de la clase fabril (aunque como él mismo reconoce con ironía hiperbólica, "en realidad yo no he tenido una sola jornada de trabajo honrado en mi vida"). Le costó subir. Pero al final, a lomos de su orquesta tipo locomotora, la E Street Band, alcanzó lo que su país reserva a un puñado de elegidos: convertirse en un icono de América. Querido, millonario, entrañable... y de propina, con una vida familiar feliz: casado desde hace 27 años y padre de dos hijos, según él, buenos chavales. Todos a salvo de los paparazzis en una pencofinca del mejor Jersey.

Pero hay algo más. El hombre de hierro aireó en su autobiografía un factor inesperado: su fragilidad mental y su miedo a heredar los demonios paternos. Al volver a casa después de las giras sentía siempre abatimiento, el anticlímax tras el aplauso. Pero en una ocasión esa tristeza se desmandó: "Me sentía tan profundamente incómodo en mi pellejo que solo quería salirme de él". "De pie, andando, sentado... todo generaba oleadas de una ansiedad acuciante". El Jefe se avergonzaba al sorprenderse llorando sin motivo. Solo quería parapetarse bajo las sábanas y no emerger más. Padecía una depresión severa, que superó con psiquiatría y fármacos.

La historia se repite con Andrés Iniesta. Majete, apacible, un portento del balón, adorado por todos y con dinero a espuertas. Pero en 2009 su cabeza se bloqueó: "De repente un día estás mal, y al otro también, y así día tras día; y no mejoras. Vi el abismo", cuenta su biografía. "No puedo más", le espetó al médico cuando por fin pidió ayuda.

He visto tres veces en mi entorno la lotería terrible de la depresión. Familiares y amigos ahogados de repente en la desazón absoluta, incapaces de trabajar, conversar, reír o distraerse con cualquier fruslería. Sus vidas parecían haberse evadido de sus cuerpos. A veces eran ajustes químicos. Otras, la implacable competitividad de nuestra era, o la envidia perniciosa que nos lleva a querer tenerlo todo en lugar de conformarnos con nuestras vidas anodinas y nuestros moderados talentos. Una epidemia silenciosa y desatendida, que atestigua la fragilísima criatura que somos, siempre ante un telón final del que nadie retorna para contarnos qué pasa después.

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