Uy, uy...

A lo mejor Puigdemont y Junqueras tampoco eran los héroes de las Termópilas

Luis Ventoso

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Tal vez hayamos sobredimensionado al enemigo. Hace cuatro o cinco años, escuché a un conspicuo líder socialista, ya prejubilado, musitando en un despacho que «los catalanes se nos van». Su tono arrastraba un derrotismo absoluto: nada se podía hacer ya para evitar la independencia de Cataluña a medio plazo. Idéntico entreguismo llevó a muchas mentes preclaras a alertar de un tremebundo «choque de trenes» si el Estado reinstauraba el orden. Si se aplicaba el 155 ardería Troya. El pueblo agraviado tomaría las calles soliviantado, rabioso. Los disturbios darían la vuelta al mundo. Barcelona tendría su plaza Maidán, como Kiev. La vida cotidiana se vería truncada por un conflicto balcánico. Por supuesto casi todos los catalanes eran separatistas.

Pues bien, el viernes el Gobierno repuso la democracia con el 155 y allí no ha pasado nada. El Ibex cerró ayer con una subida del 2,4%. ¿Ha ardido Barcelona? Al revés. Se ha visualizado que había millones de catalanes subyugados por la apisonadora separatista, que ahora se atreven a sacar cabeza y expresar que se sienten españoles. Merced al gran Puigdemont se han normalizado las banderas españolas en Cataluña y se ha hecho patente que su economía no aguanta lejos de España. También se percibe que sin el boletín oficial, sin la Generalitat atiborrando de propaganda al pueblo y untando a los medios locales, sin toda la maquinaria autonómica al servicio de la causa, el globo pincha.

Algunos pensaban que el clan separatista resistiría acantonado en sus oficinas high-tech acristaladas. Serían como los 300 espartanos que se inmolaron en el pasadizo de las Termópilas frente a las multitudinarias legiones persas. Pero nuestros golpistas no poseen entraña heroica. En Cataluña se vive demasiado bien como para sacrificarse en serio por la causa. Puigdemont iba de astuto Astérix y Junqueras, de hercúleo Obélix. Pero Asterix dejó la aldea gala y se escaqueó rumbo a Bruselas en cuanto olisqueó a los romanos. Obélix, que tanto baladroneaba, se cuidó ayer de enmudecer y no aparecer por su ex despacho, no vaya a ser. Vociferan que las elecciones del 21 de diciembre son ilegales, ilegítimas, antidemocráticas. Pero lo primero que han hecho es ordenar a sus partidos que concurran a ellas. Hace mucho frío ahí fuera. Sin el dinero público que perciben los partidos el tinglado no se sostiene. El separatismo constituye además una industria, un medio de vida. De repente te has quedado sin sueldo y sin el cañón propagandístico de la Generalitat. Ya no hay excursiones por las embajadas, ni lobistas en Washington para intrigar contra España, disparates que sostenían los impuestos de todos los españoles. Ya no hay chicha pública para inflar a discreción a Òmnium y ANC y acosar a los discrepantes. El gran altavoz, TV3, volverá pronto a la cordura, es decir, a servir a todos los catalanes y no solo a un tercio.

No eran héroes. Carecen de toda grandeza. Pero aun así son acreedores de una cita de Shakespeare, porque lo suyo es «un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, que no tiene ningún sentido». Supremacismo pueblerino, en las antípodas de lo que fue, y será, el gran pueblo catalán.

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