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Miércoles, 12 de julio de 2006
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Estudiar para aprender a vivir
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Toda la vida estudiando y para qué. Así nos sentimos muchos cuando conocemos los resultados de las oposiciones. Comienzas a estudiar en la escuela entre juegos y riñas de las monjas, logras sacar un buen expediente hasta que esa etapa finaliza y comienza el instituto. En él descubres una realidad totalmente distinta: en mi caso, ciertos profesores de La Merced (a los que siempre recordaré con cariño) me hicieron ver la realidad cara a cara. Me enseñaron que la vida tiene varios colores y que todo se mide dependiendo de la perspectiva que escojas. Me formaron para enfrentarme a la vida tal y como es y por ello marcaron mi desarrollo tanto intelectual como moral. Mi vida en el instituto dio un giro de 180 grados que creo que no hubiese sido posible sin esos profesionales de la enseñanza a los que me refiero en estas líneas. Cierta profesora de Literatura me hizo llorar con la poesía, ella vivía como nadie sus clases y recuerdo que a pesar de estar en horarios un tanto propicios para la escapada correspondiente de ese día nadie se movía de su sitio, ya que asistir a una de sus clases era un placer incluso para ciertos personajes que compartían aula conmigo y que no sabían todavía con 18 años que era un libro.

También aprendí a ver la historia desde un prisma totalmente distinto al habitual. La economía comenzó a ser el centro de un temario donde las fechas y nombres de reyes daban paso a una estructura feudalista o liberal que marcó el desarrollo de nuestra civilización. Recuerdo a muchos de mis compañeros en esas clases. Sus caras cuando cierto profesor señalaba una palabra y bajo la expresión «ojo al Cristo que es de plata» hablaba sobre la inflación de la moneda en pleno siglo XVII. Aunque pareciera que en ese momento nadie entendía lo que decía, siempre había un par de compañeros que seguían a la perfección esa explicación y que participaban en clase sin ningún tipo de problemas. Este profesor me enseñó que era la vida y sin lugar a dudas nos preparó para la siguiente etapa: la universidad.

Cinco años de estudios en la Universidad de Sevilla. Dejándonos la piel y todos nuestros esfuerzos en aprobar unos exámenes que a veces se nos atragantaban más de la cuenta. Eso sí, nadie me negará que la etapa universitaria es la mejor de la vida. Allí conocí a los que fueron mi familia de adopción. Mis amigos. Los que siempre estaban ahí para irnos de viaje a Portugal o Cuba, para hacer trabajos interminables que nos costaron alguna que otra noche en vela, los que celebraban los aprobados en la Alameda de Hércules hasta altas horas de la madrugada, mis pañuelos de lágrimas, aquellos que gracias al grupo de teatro de la facultad hacían pasar a muchos muy buenos momentos... Ellos me enseñaron de nuevo a vivir de otra forma, sin olvidar que mi meta era seguir estudiando para poder encontrar un día algún trabajo que no tuviera nada que ver con la sufrida labor que siempre he visto realizar a mi padre con el objetivo de que nunca nos faltase de nada a mí y a mis hermanos.

Tras cinco años en Sevilla, te enfrentas con la dura realidad. La vida ya se concentra en pagar facturas a la vez que intentas encontrar un hueco para estudiar. Con ello te pierdes noches de cervezas, ratos en la playita, y tiempo de ocio. Tienes que compaginar el trabajo con los estudios y es verdaderamente cuando te enteras de que la organización es fundamental. Llegamos a las oposiciones y después de un año y medio preparándote, pidiendo vacaciones en el trabajo cuando no te corresponden para poder estudiar con mayor tranquilidad el mes antes de la cita, y pedir cierta ayuda a fuerzas sobrenaturales ni a los que tú mismo crees, resulta que suspendes y con un 4,89. La próxima vez será. No estaba suficientemente preparado, te autoconsuelas. Y te preguntas, ¿toda una vida estudiando para nada? Eso no es así. La próxima vez estaré mejor preparado y cada apunte tomado en clase, cada libro leído en esas horas de estudio me han servido para crecer como persona y darme momentos que desgraciadamente jamás volveré a vivir.

Rafael Rubio. Jerez



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