Con el verano llega un año más la obsesión general por lucir el palmito, mostrando la mejor imagen de sí mismos ante los demás, mayormente en playas y piscinas, pero también en cualquier otro espacio púbico. Hace tiempo que ese prurito ha dejado ser exclusiva o principalmente femenino para llegar incluso a los más genuinos -y masculinos- tajos de la construcción. En otro tiempo, a los hombres del gremio que trabajaban bajo la inclemencia del sol en andamios y zanjas se les reconocía por el llamado moreno agromán. El apelativo hacía referencia a una de las empresas líderes del sector en los años del desarrollismo español, mediados del pasado siglo. Aunque ligeros de ropa, esos trabajadores, con sus proverbiales camisetas de tirantas, se mantenían en el penúltimo escalón del pudor. Nada que ver con el espectáculo de torsos desnudos que domina la escena en cualquiera de las omnipresentes obras públicas de ahora. Peones y especialistas de los distintos gremios y de las más diversas procedencias comparten, no ya el casco reglamentario, sino esta pulsión sin reglamentar pero cada vez más generalizada.
Una primera y superficial interpretación del fenómeno podría llevar a la sospecha de que los morenos de tajo buscan pura y simplemente fardar, emulando a los "millonetis" de Marbella. La realidad es que tras ese tipo de comportamiento subyace una pequeña gran revolución de las costumbres sociales. El bronceado, como expresión más visible del disfrute de vacaciones, ha dejado de ser privativo de las clases medias pudientes o de la gran burguesía.
Es un interrogante antropológico no resuelto -al menos, para mí- el por qué de esta vocación transformista del hombre blanco. ¿Es sólo una moda? Sabemos que allá por los años 20 primó la estética de la blanca palidez, pero desde entonces la tendencia siempre ha sido la inversa. Y siempre es el hombre blanco el que busca evolucionar hacia tonos mulatos o casi negros. Nunca en la dirección contraria, de negros que quieran volverse blancos, excepción hecha del patético caso de Michael Jackson.
La dimensión social del fenómeno es más evidente y parte del hecho de que en los países desarrollados hasta el más modesto de los empleados puede acceder hoy a la condición de turista y dorarse al sol de cualquier remoto destino, a cambio de un puñado de euros pagadero en cómodos plazos. Esta democratización del ocio tiene como consecuencia el movimiento de centenares de millones de personas cada año de un extremo a otro del globo terráqueo. En España, lo sabemos bien; en Andalucía, todavía más. Los turistas son la primera fuente de ingresos, nuestra industria de carne y hueso. Algo tan cierto como el constante incremento del número de turistas españoles hacia todos los horizontes. Qué distinto este ir y venir de grupos humanos movidos por la curiosidad o por el puro ocio, con la dramática peripecia de los flujos migratorios. Unos viajan casi siempre de Norte a Sur, los otros de Sur a Norte. Unos pagan sus billetes a los turoperadores, los otros a las mafias más o menos organizadas. Unos van a disfrutar de la vida, los otros se la juegan para intentar un día poder disfrutarla. La historia se escribe bajo el signo de esta tremenda paradoja de la globalización, mientras el moreno agromán se pierde en las brumas del pasado.