Puede que te vean, pero no te observarán; a lo sumo dirán: «Quita de en medio», para que no les tapes lo interesante. Quizá te oigan, pero no te escucharán; como mucho dirán: «Calla», para que no les distraigas de lo importante. Es posible que coman, aunque no se alimentarán; mastican el filete o sorben la sopa, pero lo que realmente les nutre es el potito catódico preparado para ellos en cocinas en las que no hay cacerolas ni sartenes, sino mentira y frivolidad. Trabajas con ellos; duermes con ellos; los llevas al colegio; pero no notas nada porque, muy probablemente, tú mismo eres uno de ellos. Son los nuevos esclavos. Los primeros esclavos voluntarios de la historia. Los únicos que no odian a su amo ni quieren escapar de él. Son los esclavos de la televisión adoctrinadora, la televisión para la ciudadanía. La nueva diosa. Están deseando salir del trabajo, o del colegio, para tirarse en el sofá y enchufarse al verdadero amor de sus vidas, aquél que los colma. Se acuestan tarde, pero no les importa robar horas al sueño porque lo que cuenta para ellos es el sueño ficticio en el que se ven envueltos cuando están frente al altar-pantalla. No saben leer. La mayoría conoce, sí, los rudimentos de la técnica, pero hace tiempo que perdieron la voluntad de hacer el esfuerzo que dicha actividad requiere. En la naturaleza impera la ley del mínimo gasto, y el hombre no es ajeno a ella. ¿Para qué pensar? La diosa suplanta su cerebro y vela por ellos. Nunca les abandona.
Los nuevos esclavos han descubierto que ser libre es, en realidad, una carga incómoda. Y no desean cargas para sí, ni para sus hijos; han descubierto que es más confortable la ilusión de libertad. No quieren mirar a la luz; se conforman, los pobres, con ver sombras y reflejos en la pared. Pared de plasma o TFT. Adoran tanto a la diosa, que no es suficiente un altar por hogar. Cada individuo necesita uno propio para rezar su oración perpetua allá donde esté; los pequeños en su cuarto; los adultos en el dormitorio. Las familias, ya no hablan, sólo miran con ojos vidriosos y sonrisa vacía los divertimentos que emite la diosa. Porque la vida del esclavo tiene que ser, por supuesto, divertida.
El superhombre de Nietzsche ha quedado en el telehombre del siglo XXI. Hitler no pudo extender el dominio de la raza aria sobre el mundo. Stalin y sus apóstoles, excepto en el hambre y en la muerte, no pudieron imponer la igualdad absoluta de las personas. Pero el poder de la diosa es mayor, porque ella no obliga ni oprime, sino que atrae y conforta. Ella sí los une a todos, los iguala, los convierte en una misma raza de babosas sin cerebro. Pobres, ricos, blancos, negros, creyentes, infieles todos subyugados, todos sometidos, todos vacíos. Los veo arrodillarse ante ti y elevarte plegarias mientras suplantan sus miserables existencias con las vidas artificiales que tú les proporcionas. Ellos te adoran, diosa; yo, te escupo.
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