Algo cambió en mi vida el día que me lavé la cabeza con el gel antiparásitos del boxer de mi cuñada. Aquel capítulo crítico de mi existencia me hizo reflexionar, gravemente, sobre la necesidad de prestar más atención a las cosas que hago. «Esto no puede seguir así», me repetía una y otra vez frente al espejo, mientras intentaba aplastarme el flequillo indómito a base de grasa de limpiar los zapatos, pensando que era gomina. Una semana antes me había afeitado para ir a una boda, también por error, con espuma Pantene Pro V. Me dejé la cara hecha cisco. La novia me pidió que abandonara la costumbre de autolesionarme a escondidas, y los padrinos no dejaron de escrutarme de reojo durante toda la ceremonia, preguntándose, supongo, por la extraña y potencialmente contagiosa enfermedad que me había enmorecido el rostro en sólo un par de horas. Durante mi periplo estudiantil me comí un yogurt que llevaba caducado seis meses y medio, conseguí que una sardina olvidada reventara en el microondas (¿?) y le prendí fuego al sofá, entre otras hazañas dignas de encomio. No sé en cuántas ocasiones he intentado entrar en coches que no son el mío e insertar por huevos la llave en la cerradura del piso de abajo. Las llaves.
Esa es otra. Las he perdido tantas veces que el cerrajero me llama por mi nombre de pila y me pregunta por cómo anda mi madre. La gota que colmó el vaso cayó el martes pasado, cuando pisé mis propias gafas y acudí a trabajar con un par de lentillas picantes que me compré en la Expo 92. Lloré y lloré como una Magdalena. Por poco no acabo la jornada vendiendo el Rasca de la Once por la calle larga. Esto no puede seguir así. Tengo que hacer algo en cuanto recupere la visión del ojo derecho.