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Jueves, 25 de mayo de 2006
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La fractura territorial
La fractura territorial
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El proyecto de Estatuto de Andalucía ha sido admitido a trámite por el Congreso de los Diputados en medio de un colosal rifirrafe entre PP y PSOE que hace presagiar con fundamento que el consenso resultará finalmente imposible. En el caso andaluz, los precedentes ya hablan de desencuentro: el centro derecha que hizo la Transición se opuso en 1980 a que, como querían los socialistas, Andalucía se rebelara pacíficamente contra el modelo de organización territorial apuntado por la Constitución que reservaba el concepto de nacionalidad a las tres comunidades históricas clásicas. La iniciativa andaluza de ser también nacionalidad y tramitar por su Estatuto por la vía del art. 151 CE prosperó en un acalorado referéndum y la UCD empezó en aquel episodio su inexorable decadencia. Habrá que ver con el paso del tiempo si ha sido de nuevo el PSOE el que mejor ha interpretado la voluntad colectiva apostando por un Estatuto fuerte, con clara vocación de no quedar atrás del Estatuto de Cataluña, o si es el PP el que ha acertado al afear tal audacia de la actual mayoría política andaluza.

En cualquier caso, el disenso se ha basado públicamente en algunos elementos sorprendentes, que convendría quizá revisar con cierto reposo porque es difícil entender que sean la clave de una tan grande disputa. En primer lugar, PP y PSOE se han enfrentado con gran beligerancia por la utilización o no en el preámbulo del concepto realidad nacional; la expresión polémica completa, denostada por el PP, dice concretamente que «la Constitución Española, en su artículo 2º, reconoce la realidad nacional de Andalucía como nacionalidad». Con independencia de que se hayan reproducido de nuevo las batallas académicas entre ilustres expertos que se hacen eco de la gran trascendencia normativa de los preámbulos y entre quienes también desde la academia o la cátedra afirman exactamente lo contrario, es evidente que la frase en cuestión es totalmente inocua, incluso para quienes piensan que la introducción del término nación en el preámbulo del Estatuto catalán es inadecuada. Rajoy, el pasado martes, en la defensa parlamentaria de sus tesis, criticó con dureza el uso de realidad nacional, un término utilizado de forma vergonzante ya que es sinónimo de nación, de la misma forma que «Málaga y malagueño» son inseparables. ¿Cómo se pueden decir estas cosas y quedar descansando sin ver igualmente que «nación» y «nacionalidad», usados en el art. 2º de nuestra Constitución, son etimológicamente idénticos y semánticamente intercambiables?

En segundo lugar, el PP ha utilizado el argumento crítico de que nadie ha pedido la reforma del Estatuto andaluz. Y, ciertamente, hay que reconocer, sin la menor sorpresa, que la mudanza del marco institucional no era reclamada con vehemencia por la ciudadanía... lo que no significa que no fuese pertinente. Explicar el porqué nos llevaría a considerar los fundamentos y la esencia de la democracia representativa, de segundo grado, mucho más perfecta y sutil que la directa, asamblearia. En cualquier caso, y en el territorio de lo empírico, igual objeción pudo oponerse a la reforma del Estatuto valenciano, que sí logró -sin apenas demanda social previa- el apoyo del PP.

En tercer lugar, Rajoy ha criticado el mimetismo que guarda la propuesta andaluza con relación al Estatuto catalán. Verdaderamente, el plagio es manifiesto en numerosos pasajes de la norma y nadie ha tratado de ocultarlo puesto que ciertas partes son una transcripción literal... pero ¿se ha parado alguien a comparar entre sí los diecisiete Estatutos de Autonomía de la primera hornada? Otra cosa es que la propuesta andaluza haya incurrido en vicios y errores del modelo, cuestión que requeriría un debate más intenso y profundo que el hasta ahora producido, pero no parece que pueda rechazarse por sistema la búsqueda de una cierta homogeneidad estatutaria. Sobre todo, después de haber criticado tan justamente el afán de ejercer el derecho a la diferencia por parte de los nacionalismos periféricos. A este respecto, puede ser legítima la sospecha de que con el Estatuto andaluz se ha pretendido contener y represar ciertas pretensiones inaceptables del Estatuto catalán pero tales afirmaciones deben ser apoyadas en observaciones concretas para convertirse en argumentos objetivos y dejar por tanto de ser simples puyazos dialécticos. De cualquier modo, también el Estatuto valenciano ha guardado la cautela de no querer ser menos que nadie: la 'cláusula Camps' no tiene otro sentido.

La conclusión de todas estas reflexiones es bien simple: los motivos de discordia, sobre todo los más aparatosos, están cargados de subjetividad y, más que justificar el disenso, apuntan a la necesidad racional de un debate tendente a conseguir el consenso. No hay, en fin, solemnes discrepancias sino enfoques distintos, que podrían y deberían ser unificados. Ojalá cunda la cordura y el viejo método del «de qué se habla, que me opongo» se convierta en un pacífico afán de preservar la visión común del fundamento ideológico del Estado.



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