Situación ficticia, que sucederá el próximo miércoles 17 por la tarde, día de la final de la Champions League: Como ayer mi pareja pasó de mí, hoy paso yo. Me voy a comprar unas cervezas y a ver el fútbol en casa con los colegas.
Lo primero es hacer una lista de todo lo necesario, para evitar gastos superfluos. Cerveza en cantidades industriales, ron para cuando se acabe la cerveza, coca-cola para los que no saben beber ron, ginebra y tónica para cuando se acabe el ron, frutos secos y patatas para acompañar a la cerveza, el ron y la ginebra. Y de paso añades unas cuantas cosillas de esas que, como dice el maestro Krahe, «es menester poseer», del tipo cuchillas de afeitar, café, pilas, gel.
Por mucho que pienses que el fin de mes está cerca, que nadie tiene un duro en este país al sur del país, que la gente trabaja también por la tarde, no hay escapatoria. Todos hemos tenido la misma idea y la entrada al súper está hasta arriba. Imposible aparcar. En la fila G, la del muñequito de tenis, atisbo que uno se va. A por él. Se toma su tiempo en vaciar el carrito. En la radio ya han conectado con París. Por fin se encienden las luces de la marcha atrás. Un gallifante.
Por supuesto no me acordé de la moneda para el carrito. Paseo hasta el quiosco de cupones y regreso con los bolsillos hasta arriba de pesadas monedas que no valen nada. ¿Por qué todos los carritos vienen con hoja mustia de lechuga incorporada? ¿Se trata de una maniobra de la Asociación de Lechugueros para promocionar su consumo? ¿Una señal extraterrestre? ¿Son lechugas de la comarca o importadas?
Ya estoy dentro. Me abro paso entre las combinaciones de chándal y tacones hasta el lugar que albergaba las bebidas espirituosas la última vez que visité el establecimiento. Se han mudado. Nadie a quien preguntar, esto es la filosofía del «consume como puedas». La hoja de lechuga del carrito saluda a sus compañeras en la sección de frutería. Llego al pasillo de la priva. La gioventù desesperata (gloria a Los Fantasmas) hace cuentas para ver cómo le puede salir más barata la borrachera. El partido ya habrá empezado.
Lo tengo todo. Me vuelvo a cruzar con la happy family (gloria a los Ramones) que me quitó de las manos el último paquete de mis galletas favoritas, que ya ha sido engullido por un infante que a su corta edad muestra buenas maneras para encarar un futuro brillante como enfermo cardiovascular y modelo de tallas grandes. El padre le suelta una hostia by the face y se enciende un ducados. Eso por quitarme las galletas.
Casi 100 cajas. Todas llenas. Media hora de espera. Al de delante no le va la tarjeta, algo habrá hecho con ella. Por fin llego. No hay respuesta a mi «buenas tardes». En unos meses la chica tendrá el síndrome de la cajera y no podrá mover los dedos. Por 600 euros al mes. Deben estar ya en la segunda parte. Los colegas borrachos en el bar. Bueno, tengo bebida para unos días. Me llevo mis compras, pero sin la mirada feliz que traía al entrar. Llego al coche, que dejé aparcado en casa dios. Por la radio me entero del resultado del partido. Ya no tengo ganas de emborracharme, estoy aturdido y cansado. Y pienso en esos adolescentes estadounidenses que irrumpen armados en los centros comerciales.
(Gracias a los Transtornados, vía el gran Franco Monthiel)