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Miércoles, 26 de abril de 2006
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Quizás mis lentos ojos no verán más el sur
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Llegaron a principios de los sesenta a aquella ciudad industrial cerca de Frankfurt. Un par de maletas recién compradas, y un matrimonio apenas estrenado en el tren nocturno que los alejaba de los resoles y de los patios de su tierra andaluza, pero también del paro, de la necesidad, de la desesperanza. No sabían una palabra de alemán, pero eran jóvenes y no temían al cambio ni al esfuerzo. "Serán sólo un par de años -se decían-: el tiempo de juntar unas perrillas para montar algo en el pueblo: un refinito, o un bar". Pero los dos años no se acababan nunca. Nacieron las hijas y alquilaron una casa más grande. No se plantearon comprarla, porque no querían echar raíces en aquella tierra fría y extraña, donde se dormía tan temprano. "Un par de años y volveremos", se decían todas las Navidades. Era el propósito único de cada Nochevieja, el deseo de todas las campanadas de fin de año.

Ahorraban para dar la entrada de un pisito en el pueblo. Algo modesto y pequeño para cuando volvieran. Bastarían dos dormitorios y una terraza mirando a poniente, sobre un horizonte de viñas y terrizos calcinados. En el Sur al que apuntaban todos sus sueños. Las hijas, entretanto, se hacían grandes, y tenían sus amigos, sus horarios, sus querencias. La niña mayor ya traía pretendiente; la chica se había matriculado en la Universidad Hubo que pensar en reducir los gastos y en renunciar por el momento a su imaginario horizonte. "Unos años más, un par de años"-se consolaban-.

La deseada jubilación llegó casi a la par que los nietos. Dos mellizos rubicundos de ojos grises que se resistían a aprender castellano. Tendrían que echar una mano Los kindergarten eran caros y, total, ahora les sobraba todo el tiempo del mundo.

Pero a media tarde, después de dejar a los niños en casa de su madre, bajaban al parque diminuto y escarchado cercano a la estación. Bajo un exiguo rayo de sol, se entretenían en comentar en voz baja, con las palabras y los giros de su juventud perdida, los recuerdos de otros paisajes más luminosos. Todas las tardes -aunque lloviera, aunque venteara-, sentados en un banco, cogidos de las manos, imaginaban las viñas, la tierra albariza, los poyetes de cal de la casa de vecinos donde se criaron, la calima de agosto, el naranjo cargado de azahares. Y ante sus ojos viejos, lentamente, se dibujaba la patria a la que quizá ya no regresarían.



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