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Familiares de una víctima lloran ante sus restos - AFP

La matanza de cristianos en Pakistán podría alcanzar el centenar de muertos

La mitad eran mujeres y niños que celebraban la Pascua en un parque de Lahore, donde se explosionó un suicida talibán

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¿Vale más un europeo muerto en Bruselas que un cristiano paquistaní asesinado en un parque de Lahore por la misma razón fanática? La relativa indiferencia con que los medios occidentales han reaccionado ante el brutal asesinato en masa, ocurrido ayer en la segunda ciudad de Pakistán, apunta a ese doble rasero. El primer ministro paquistaní viajó hoy a Lahore para interesarse por las víctimas y los familiares del ataque talibán contra los cristianos. El último balance habla de 72 muertos (entre ellos 18 mujeres y 17 niños), y 359 heridos, de ellos más de 20 en estado crítico, por lo que el número de víctimas mortales podría alcanzar el centenar.

Nadie espera que por sí solo el régimen de Islamabad haga algo para cambiar el trágico estado en que vive la minoría cristiana.

La indiferencia —vestida de impotencia— con que las autoridades de Pakistán responden a atentados terroristas como los registrados ayer en Lahore refleja el chantaje que imponen los partidos ultrarreligiosos musulmanes, y más aún la cultura general de un país acostumbrado a tratar a los no mahometanos como ciudadanos de segunda.

Ha sido el enésimo ataque contra cristianos, esta vez no en una iglesia sino en un parque donde mujeres y niños celebraban la Pascua. Pasada la conmoción de los primeros momentos la situación volverá a ser, desgraciadamente, la misma: no habrá guardias especiales para los templos, ni protestas por parte del clero musulmán paquistaní, ni detenciones o juicios para los islamistas responsables (el Gobierno se escuda en el colapso de la Justicia, que tiene más de un millón de casos paralizados).

En los barrios cristianos de Lahore, como en los de otras ciudades de Pakistán, la vida será a partir de ahora un poco más insoportable. Cuando sus decenas de miles de católicos salgan del gueto tendrán dificultades para encontrar trabajo por no ser musulmanes; si trabajan, tendrán que utilzar una cantina aparte para no contaminar a sus compañeros mahometanos; si la empresa tiene dificultades, serán los primeros en irse a la calle. Sus hijas, mientras tanto, se verán a diario tildadas de prostitutas, también por otras chicas, por no utilizar el velo por la calle.

Son algunas de las discriminaciones cotidianas que padece la minoría cristiana de Pakistán, católica y protestante, que constituye el dos por ciento de sus 180 millones de habitantes.

La afrenta más publicitada en el exterior es, también, la más lacerante: la llamada «ley de la blasfemia», que permite a tres musulmanes ponerse de acuerdo para encerrar en la cárcel o condenar a muerte a un cristiano si le acusan de haber insultado a Mahoma o al Corán. El caso de Asia Bibi —la cristiana paquistaní condenada a la pena de muerte por beber de la misma tinaja que sus vecinas musulmanas— es el icono del martirio diario que, en días como ayer, adquiere proporciones gigantescas.

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