Ramón Pérez-Maura

Irán, Arabia, la otra cara del dilema

Cuando se habla del riesgo de una guerra en la región, cabe preguntarse si ha dejado de haberla en algún momento

Ramón Pérez-Maura

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Confieso una admiración rendida por el pensador liberal francés Guy Sorman, que cada lunes ilumina las páginas de ABC con su «Diario de un optimista». Pero el último publicado «Irán, Arabia, el dilema» (ABC 30-09-2019) me parece muy equivocado. Hace un llamamiento a Occidente a que abandone a Arabia Saudí y se alinee con Irán en el difícil equilibrio de esa región. Sucede que a pesar de los muchos méritos históricos y culturales que Sorman atribuye a los persas, desde 1979 su República Islámica ha buscado exportar su revolución. Aunque él crea que «El Gobierno iraní defiende a la población chií, a menudo oprimida fuera de Irán, pero nunca pretende convertir a nadie al chiismo», cuando su intento de exportar la revolución fracasó, empezó a apoyar grupos chiíes nada pacíficos: el más notorio es Hizbolá, en el Líbano, desde principios de la década de 1980. Pero después ha armado grupos similares en Siria e Irak, entre otros países.

Desde principios de los años 80, como recuerda sir John Jenkins, que es senior fellow del prestigioso think tank Policy Exchange, Irán ha participado directamente o por medio de terceros en ataques terroristas contra los intereses de Estados Unidos (en Beirut y en Kuwait en 1983), contra Francia (en Beirut y en Kuwait en 1983) Contra Arabia Saudí y Estados Unidos (en Al Khobar en 1996) y contra Israel (en Buenos Aires en 1994, y en Tailandia y Bulgaria en 2012). El listado de sus actos terroristas es demasiado largo para un artículo.

Limitémonos a decir que a día de hoy sigue proporcionando misiles de alta precisión a Hizbolá, algunas milicias iraquíes chiíes y a los Hutis que combaten en Yemen contra Arabia Saudí. Así que cuando se habla del riesgo de una guerra en la región, más bien cabe preguntarse si ha dejado de haber guerra en algún momento.

Como no puede ser de otra manera, surge el brutal asesinato de Jamal Khashoggi, del que se acaba de cumplir un año. La principal razón por la que todo el mundo ha hablado de ello es porque los saudíes no hacen esas cosas habitualmente. Es cierto que en Arabia Saudí hay activistas de derechos humanos encarcelados, hay condenas a muerte en juicios sin suficientes garantías y difunden una visión del Islam que es extremista. Pero la República Islámica del Irán hace las dos primeras cosas en mayor medida que Arabia Saudí y su proselitismo religioso es, cuando menos, de igual calado.

Como explicaba Jenkins el pasado 12 de julio en Conservativehome.com «ninguna potencia de Oriente Medio ha intentado tan persistentemente como Irán fomentar la revolución violenta en estados vecinos o exportar enormes cantidades de armas a los que intentan subvertirlos. Desde el derrocamiento de Sadam y Gadafi nadie en la región y más allá ha promovido con igual intensidad ataques terroristas, ha impedido el tráfico marítimo libre, y diseminado minas. Y casi todos los demás han llegado a algún tipo de entente cordial con Israel».

Irán tiene varios brazos armados en la región: Hizbolá, los hutis y las milicias chiíes de Irak entre otros. Nadie puede sostener que estos son simplemente aliados con intereses propios. Son muchas cosas –ninguna agradable– y siempre están dispuestos cuando Irán llama reclamando ayuda.

Hay regiones del mundo donde las culturas pueden chocar. Es verdad que Osama bin Laden era saudí, pero no hay el más mínimo indicio de que el Gobierno saudí haya promovido ataques terroristas contra Occidente. No hay dedos en el cuerpo humano para contar los ataques terroristas contra nosotros promovidos por Irán. Y eso clarifica mucho de qué lado debemos estar. Es la otra cara de un dilema que en realidad no es tal.

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