Una imagen de Emmanuel Macron, cuando era un niño
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PREPUBLICACIÓN

De una familia de médicos en la Francia profunda, al Elíseo

En sus memorias, «Revolución», que salen a la venta mañana, el jefe de estado francés relata la trayectoria vital que le llevó al poder. En el capítulo que reproducimos a continuación relata sus años de formación, cómo conoció a su mujer, su trabajo en la Banca Rothschild y su llegada a la política

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Nací en diciembre de 1977 en Amiens, capital de Picardía, en una familia de médicos de la sanidad pública. Esta familia había accedido recientemente a la burguesía; «ascendido», como se decía antiguamente, gracias a su trabajo y su talento. Mis abuelos eran una maestra, un ferroviario, una asistente social y un ingeniero de caminos. Todos de orígenes modestos. La historia de mi familia es la de una ascensión republicana en la provincia francesa, entre el departamento de Hautes-Pyrénées y la región de Picardía.

Esta ascensión se llevó a cabo a través del conocimiento y, más específicamente, para la última generación gracias a la medicina. Para mis abuelos, estudiar era primordial y querían que sus hijos avanzaran por ese camino. Mis padres, y hoy mi hermano y mi hermana, son médicos. Yo soy el único que no tomó esa vía.

No fue en absoluto por aversión a la medicina, ya que siempre me han gustado las ciencias.

Pero en el momento de decidir, quería un mundo y una aventura propios. Por mucho que retroceda en mis recuerdos, veo que siempre he tenido un deseo: elegir mi vida. Tuve la suerte de tener unos padres que, aunque me animaban a estudiar, veían la educación como un aprendizaje de la libertad. Nunca me impusieron nada. Dejaron que me convirtiera en lo que yo creía que debía ser.

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Mi abuela me enseñó a estudiar. A partir de los cinco años, cuando terminaba la escuela, pasaba largas horas a su lado aprendiendo gramática, historia, geografía... Y a leer. Pasé días leyendo en voz alta a su lado. Molière y Racine, George Duhamel, un autor un poco olvidado que a ella le gustaba, François Mauriac y Jean Giono (...)

Portada del libro
Portada del libro

Pasé mi infancia entre libros, un poco fuera del mundo. Era una vida tranquila, en una ciudad francesa de provincias; una vida feliz ocupada por la lectura y la escritura, vivida a través de los textos y las palabras. Las cosas adquirían consistencia cuando eran descritas, y a veces se volvían más reales que la propia realidad. La corriente secreta, íntima, de la literatura pasaba por encima de las apariencias y daba al mundo toda esa profundidad que en la vida corriente apenas se roza. Pero la verdadera vida no está ausente cuando uno lee, aunque yo sólo viajaba en espíritu. Conocía la naturaleza, las flores y los árboles por las descripciones de los escritores y aún más por la magia que su prosa era capaz de crear. Supe con Colette lo que es un gato o una flor, y con Giono conocí el viento frío de Provenza y la verdad de las maneras de ser. Gide y Cocteau eran mis compañeros.

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Aparte de los libros, yo sólo tenía otras dos aficiones: el piano y el teatro. El piano fue una pasión de infancia que nunca me abandonó y el teatro lo descubrí en mi adolescencia. Fue como una revelación. Decir sobre el escenario lo que tan a menudo había leído con mi abuela, ver actuar a los otros, crear juntos momentos llenos de contenido, que hacen reír, que emocionan. En el instituto, a través del teatro, conocí a Brigitte. Todo sucedió subrepticiamente y del mismo modo me enamoré. Por una complicidad intelectual que día a día se convirtió en una considerable cercanía. Luego, de manera natural, en una pasión que todavía dura.

Yo pasaba cada viernes varias horas escribiendo con ella una obra de teatro. Eso duró algunos meses. Cuando la obra estuvo acabada, decidimos dirigirla juntos. Hablábamos de todo. La escritura se convirtió en un pretexto. Y era como si nos conociéramos desde siempre.

Brigitte: «Éramos dos, inseparables, a pesar del viento en contra»

Después de algunos años, había conseguido llevar la vida que quería. Éramos dos, inseparables, a pesar del viento en contra. A los dieciséis años, abandoné mi provincia para ir a París. Muchos jóvenes franceses viven esta trashumancia. Para mí era la más bella de las aventuras. Iba a vivir en sitios que sólo existían en las novelas, a seguir las huellas de los personajes de Flaubert, de Victor Hugo. Me impulsaba la ambición devoradora de los jóvenes lobos de Balzac. Fui feliz esos años viviendo sobre la montaña de Sainte-Geneviève, en el Barrio Latino.

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Como no pude entrar en la Escuela Normal Superior, me matriculé gustoso en filosofía, en Nanterre. Y, por la mayor de las casualidades, en el Instituto de Estudios Políticos de París.

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Durante esos años me convencí de que lo que me gustaba no era simplemente estudiar, leer o comprender, sino más bien actuar sobre las cosas e intentar cambiarlas en la práctica. Así pues, empecé a orientarme hacia el derecho y la economía. Y me decanté por la actividad pública. Junto con mis amigos más queridos, personas que todavía hoy me acompañan, preparé el ingreso en la Escuela Nacional de Administración, la ENA.

Conseguí entrar y pronto me enviaron a hacer prácticas en la administración durante un año. Ahí es donde se adquiere la primera experiencia y, en realidad, donde los funcionarios empiezan a formarse.

Me gustó mucho ese año de prácticas y ese aprendizaje. Nunca he abogado por la supresión de la ENA. Lo insatisfactorio de nuestro sistema no es tanto lo que estudian los altos funcionarios como la forma en que se desarrolla su carrera, demasiado protegidos, mientras el resto del mundo vive enfrentado al cambio.

Comencé a servir al Estado en la embajada de Francia en Nigeria. Seis meses durante los cuales tuve la suerte de trabajar con Jean-Marc Simon, un embajador extraordinario. Luego fui destinado a la prefectura de Oise. Allí descubrí otra faceta del Estado. El Estado sobre el terreno, los representantes locales, la acción pública.

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Tras esos años decidí dejar el «servicio», como se lo llama, para pasar al sector privado y la empresa.

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Banco Rothschild: «Durante esos años, descubrí el comercio y su fuerza considerable, pero sobre todo aprendí mucho sobre el mundo»

Así pues, tras dejar la función pública trabajé en el banco de negocios Rothschild, donde todo era nuevo para mí. Durante varios meses me inicié en los métodos, en la técnica, junto a gente más joven y también más bregada que yo en el tema. Luego, guiado por banqueros expertos, aprendí ese oficio extraño, que exige comprender un sector económico y sus desafíos industriales, convencer a un directivo a la hora de tomar decisiones estratégicas y después seguir la ejecución de éstas, rodeado de una plétora de especialistas. Durante esos años, descubrí el comercio y su fuerza considerable, pero sobre todo aprendí mucho sobre el mundo. Por eso no comparto la exaltación de quienes alaban esa vida como el horizonte insuperable de nuestro tiempo, ni la amargura crítica de los que sólo ven allí la lepra del dinero y la explotación del hombre por el hombre. Una y otra de esas visiones me parecen impregnadas de un romanticismo juvenil fuera de lugar.

Pasé mucho tiempo con colegas excepcionales. De hecho, David de Rothschild ha sabido, con inteligencia y elegancia, reunir a su alrededor talentos y personalidades que normalmente no hubieran podido trabajar juntos. Porque ese oficio no consiste en manejar dinero. No se trata de prestar ni de especular. Es un oficio de consejero, en el que lo que tiene valor son las personas. De esos cuatro años pasados en el banco no lamento nada. Se me ha reprochado repetidamente ese período, porque los que desconocen ese universo sólo tienen una vaga idea de lo que allí se hace. Yo aprendí un oficio; todos los responsables políticos deberían tener uno. En diversos sectores y en numerosos países he descubierto cosas que me han servido luego. He frecuentado a hombres que toman decisiones, y eso enseña mucho. Me he ganado bien la vida, sin haber amasado una fortuna que me dispense de la necesidad de trabajar.

En 2012 decidí dejar ese banco para volver al servicio del Estado. Dos años antes, cuando me lo pidió François Hollande, me comprometí a preparar el programa y el ideario de la izquierda reformista en materia económica. Tras su elección, cuando el presidente de la República me lo propuso, me incorporé al Elíseo. Serví durante dos años junto a François Hollande, como secretario general adjunto, ocupándome de temas económicos y de la zona euro.

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