Carmen de Carlos - En foco

Cambiar un país

Miles de argentinos se echaron el sábado a la calle para provocar el despertar del macrismo

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No estaba muerto pero tampoco de parranda. Mauricio Macri trataba de recuperarse del bofetón de las primarias mientras los suyos -y los que le votaron-, hacían propio ese estado de ánimo de ultratumba. El derrotismo se había contagiado y la resignación a otro batacazo en las elecciones verdaderas, las del 27 de octubre, se imponía. Así estaban las cosas, hasta que la autoestima del líder, dado muerto, encontró en la gente la mano de la esperanza.

Miles de argentinos se echaron el sábado a la calle para provocar el despertar del macrismo. La caída fue dura pero nadie resucita si permanece tendido en la lona. Los alrededores de la Casa Rosada, a vista de pájaro, eran un hormiguero humano. En paralelo, las redes sociales, ese invento igual de perfecto para hacer el mal y el bien, le regalaron a Macri otro baño de multitud con voces enérgicas entonadas hasta en España. El cineasta Juan José Campanella o el actor Luis Brandoni forman parte de ese elenco. Incluso la actriz Nai Awada, la sobrina kirchnerista de la mujer de Mauricio Macri que antes despotricaba contra su tío, se transformó en defensora suya. El contraste era notable con los días posteriores a las primarias, cuando aquellos que habían subido a Macri a los altares, le atizaban sin descanso o borraban sus tuits anti «K», por si de verdad vuelven.

«Dinero llama a dinero y victoria llama a victoria. El voto ganador arrastra. Siempre lo hizo», comentaba entristecida una socióloga que padeció la saña kirchnerista por difundir los verdaderos números de la pobreza, cuando esas prácticas estaban prohibidas salvo si eran favorables al matrimonio presidencial.

Maurico Macri salió al balcón de la Casa Rosada con lágrimas en los ojos, «claro que se puede», repetía a la multitud. Entre tanto, Alberto Fernández, el delegado de Cristina Kirchner en la papeleta, rastreaba a los futuros ministros de un Gobierno que tiene al alcance de la mano.

Se lo decía Andrés Calamaro a Salvador Sostres, «no se da usted una idea de lo que puede cambiar mi país en dos meses: a veces, en dos días».

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