Los brasileños están hartos de la corrupción, como demostraron en esta protesta en Río de Janeiro el pasado 18 de mayo
Los brasileños están hartos de la corrupción, como demostraron en esta protesta en Río de Janeiro el pasado 18 de mayo - EFE

Brasil, un país estigmatizado por la corrupción

La Corte Suprema es la única institución que se salva del flagelo que sacude al país desde los tiempos del PT de Lula y Rousseff en el poder

Corresponsal en Buenos Aires Actualizado: Guardar
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Que Brasil huele a podrido se percibe desde hace décadas. La clase dirigente, con los partidos y los políticos en primera línea de fuego, son y forman parte de ese aparato blindado que es la corrupción.

El poder parece tener vocación de latrocinio desde la cuna. Diputados, senadores, empresarios, y un eterno etcétera son prueba de ello. El último escándalo que ha puesto entre rejas a Marcelo Odebrecht y convertido en delator a Joesley Batista (para evitar estar a la sombra junto a él), forma parte de esa red histórica construida para el saqueo en el gigante sudamericano.

No importa el camino a seguir para llenarse los bolsillos. Da igual si se trata de lograrlo con los ladrillos de una multinacional como Odebrecht o por medio del mayor imperio cárnico del mundo como es JBS, el de los hermanos Batista.

El escenario es conocido para los brasileños que tienen la piel curtida y para los otros también. La diferencia, con lo que está sucediendo ahora, es la ya famosa «delación premiada», una puerta a la impunidad o rebaja de condena a cambio de acusar a los compañeros de crímenes, una versión local de la figura del arrepentido.

Daría la impresión de que nadie se salva de la vergüenza en Brasil. El PT de Lula y de Dilma Rousseff se convirtió en un pozo sin fondo por el que se escurrían comisiones ilegales, sobornos y fondos públicos. El caso Michel Temer, el elegido por Dilma pese a conocer su «prontuario» no es muy diferente. Tampoco la caída en desgracia del senador Aécio Neves (Partido de la Social Democracia PSDB). El ex candidato presidencial que se presentaba –y se aceptaba- como la esperanza blanca a los abusos del PT ha tenido que salir por las alcantarillas del Senado por amañar sobornos. La noticia para los brasileños fue que le atraparan no la constatación de una práctica que forma parte, como en buena parte de Sudamérica, del sistema.

Dos años de mandato

Imaginar a Temer en la Presidencia, en el par de años que restan para cumplir el mandato de Rousseff, supone un ejercicio de imaginación importante. El hombre que estaba logrando sacar a Brasil de la crisis se resiste a tirar la toalla porque hacerlo significaría, casi con certeza, terminar compartiendo barrotes de prisión con el verdugo de Dilma en el juicio político, su compañero de filas y ex presidente del Congreso, Eduardo Cunha (Partido del Movimiento Democrático Brasileño PMDB).

Al todavía presidente de Brasil se le acumulan las mociones de censura. A los cuatro «impeachment» solicitados el pasado año, hay que sumar otros tantos recientes. Escurridizo donde los haya esta vez lo tiene complicado. En caso de que lograse «zafar» y prolongar su agonía, la Corte Suprema parecería estar dispuesta a cortar el paso a su efímero futuro presidencial. La máxima instancia judicial, presidida por Cármen Lúcia Antunes, es la única institución que se salva de ese cesto de manzanas podridas en que se ha convertido Brasil, ese país tan grande, tan rico y tan desgraciado.

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