Xenofobia, hambre y alquileres altos: las verdaderas causas del Motín de Esquilache (1766)

Buena parte del pueblo rechazaba las novedades y mostraba cierta xenofobia hacia los ministros venidos de fuera como Esquilache, quien, por cierto, no ayudó con un comportamiento excesivo y un enriquecimiento no siempre justificado por su sueldo

Un episodio del motín de Esquilache, una pintura de historia de José Martí y Monsó
César Cervera

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A poco de echar a rodar su reinado, Carlos III se enfrentó a la mayor crisis de las que tuvo que hacer frente él o cualquier otro miembro de su dinastía en ese siglo. El Motín de Esquilache (1766) interrumpió una etapa de tranquilidad interior en España, que se alargaba desde tiempos de la Guerra de Sucesión , por motivos aparentemente banales y populista. No en vano, como en todas las conjuras, la inocente protesta contra la prohibición de llevar sombreros anchos y capas escondía intereses más oscuros.

El descontento del pueblo madrileño se hizo patente tras la firma de un decreto del Marqués de Esquilache el 10 de marzo de 1766. El siciliano, de origen humildes, había venido a España junto al Rey para encargarse de la hacienda real y, con ello, se había ganado la hostilidad de parte de la nobleza, que lo consideraban un intruso. El decreto no tenía nada de revolucionario: conminaba a cumplir una vieja disposición que prohibía a los hombres llevar capas largas y sombreros anchos y redondos, al tiempo que invitaba a sustituirlos por capa corta y sombrero de tres picos . Desde hace décadas, las autoridades buscaban evitar el embozo de la identidad que estas prendas permitían a toda clase de malhechores en las ciudades. Y, sin embargo, la respuesta fue furibunda.

Una coplilla satírica corrió como la pólvora por Madrid:

«Yo, el gran Leopoldo Primero, Marqués de Esquilache Augusto, rijo la España a mi gusto y mando a Carlos Tercero. Hago en los dos lo que quiero, nada consulto ni informo, al que es bueno le reformo y a los pueblos aniquilo. Y el buen Carlos, mi pupilo, dice a todo: “me conformo”».

«¡Viva el sombrero redondo! ¡Viva España!»

El malestar del pueblo se sintió con estos versos y la pegada de pasquines que reclamaban volver al vestido español, hasta que el 23 de marzo, Domingo de Ramos, estalló la violencia. Como relata el historiador Roberto Fernández en su libro «Carlos III: Un monarca reformista» (Espasa, 2016), lo que parecía un episodio aislado entre unos embozados y algunos soldados en la Plaza de Antón Martín se agravó en cuestión de minutos.

Acabó implicando a unas 5.000 personas, que marchaban en ese momento a la Plaza Mayor para asistir a la procesión de las Palmas. La muchedumbre se dirigió primero a la Casa de las Siete Chimeneas , vivienda de Esquilache, que salvó la vida al estar ausente y poder refugiarse en el Palacio Real junto al Rey. Al grito de «¡Viva el sombrero redondo! ¡Viva España!», los madrileños enfurecidos se dedicaron a romper las faroles para alumbrar las calles puestas por Sabatini, al que también consideraban un extranjero entrometido, hasta terminar frente al palacio.

Leopoldo de Gregorio, marqués de Esquilache

El Duque de Arcos, a la sazón jefe de la Guardia de Corps , convenció a los exaltados para que se dieran la vuelta a cambio de transmitirle, en persona, sus reclamaciones a Carlos III. Lo cual solo pospuso un día el problema. Al día siguiente, los amotinados lincharon y quemaron a varios soldados de la Guardia Valona , un cuerpo de protección real compuesto por extranjeros, mientras el resto de guardias reales permaneció sin intervenir. El pueblo, a la vista de la pasividad del Rey, quería ahora exponer directamente sus demandas frente a él. Mirar a los ojos al «Amo».

De Madrid se extendió el motín a ciudades como Zaragoza, Alicante y Elche , hasta alcanzar 36 municipios. A falta de experiencia sobre cómo actuar ante este tipo de motines, el Rey decidió escuchar a los manifestantes desde el balcón central de palacio. Un fraile del convento de San Gil, el Padre Cuenca , hizo las veces de representante de los amotinados, que pedían mantener la indumentaria española, desterrar a Esquilache, rebajar los precios de los alimentos básicos, suprimir la Guardia Valona , retirar las tropas de los cuarteles y cesar a los ministros extranjeros. Por si no fuera suficiente humillación hacia quien se creía colocado por Dios en el trono, los amotinados pedían que fuera el propio Rey quien realizara la concesión de las demandas.

Carlos se sintió ultrajado, pero ante la insistencia de la muchedumbre compareció dos veces desde los balcones reales confirmando con la cabeza cada una de las demandas leídas en público. El día terminó con un procesión a la Virgen del Rosario organizada por los dominicos. Aquella misma noche, Carlos partió al Palacio de Aranjuez con su familia, en contra de la opinión de su madre, la Reina Isabel de Farnesio, que más sabía por demonio que por vieja pelleja.

El presidente del Consejo de Castilla, Diego de Rojas, transmitió a la muchedumbre que el Rey no iba a volver de momento, pero que su palabra se cumpliría a cambio de orden y sosiego

El Monarca estaba dolido con su pueblo y planeaba, así, la forma de rearmarse ante el recrudecimiento de la situación. Sin embargo, lo único que consiguió su precipitada marcha fue caldear de nuevo al pueblo. El Martes Santo la muchedumbre volvió a salir a las calles para insistir en sus demandas y exigir el regreso de Carlos. El presidente del Consejo de Castilla, Diego de Rojas , transmitió a la muchedumbre que el Rey no iba a volver de momento, pero que su palabra se cumpliría a cambio de orden y sosiego. Fue entonces, y no antes, cuando terminó el Motín de Esquilache , que registró un balance de 40 muertos, la mitad soldados y la otro mitad amotinados.

Los culpables en las sombras

¿Quiénes estuvieron realmente detrás del motín? Como señala Roberto Fernández en el mencionado libro, la orden sobre los sombreros y las capas, así como la subida de los alquileres por las obras urbanísticas, explican el apedreamiento de las farolas y el ataque a la casa de Esquilache por parte del pueblo. Ni más ni menos... Ambos fenómenos pueden justificar el descontento, pero no por sí mismos el alcance y dimensión sociológico del motín. Tanta ira acumulada habría que buscarla, más bien, en los problemas periódicos de falta de abastecimiento al que el mundo rural sometía a muchas ciudades debido a que los propietarios aprovechaban para acaparar grano y especular con los precios.

El de 1766 tuvo mucho de motín de subsistencia tras una serie de malas cosechas, que doblaron los precios del pan, el tocino y el aceite, sin que los ministros de Carlos III pudieran poner medidas a corto plazo para paliar la escalada de precios. La reciente guerra con Inglaterra dejó la hacienda exhausta, de modo que Madrid se llenó de pobres y los vivas a los reyes fueron sustituidos por «danos pan y muera Esquilache».

Retrato del Rey Carlos III de España

En esta ciudad, además, los problemas agrarios que el pueblo atribuía a las reformas del Rey se unían a la antipatía que provocaba Esquilache, Grimaldi y otros cargos de procedencia extranjera. Buena parte del pueblo rechazaba las novedades y mostraba cierta xenofobia hacia los ministros venidos de fuera como Esquilache, quien, por cierto, no ayudó con un comportamiento excesivo y un enriquecimiento no siempre justificado por su sueldo. En Nápoles y Sicilia , Carlos había sido criticado por colocar a españoles en cargos de poder; en España, lo era por hacer lo mismo con italianos.

La nobleza castellana, que había quedado marginada por los extranjeros, aprovechó el motín y el cariz xenófobo de las opiniones extendidas para paralizar el programa reformista de Carlos III . Pues, muchas de las reformas fiscales de Esquilache amenazaban con perjudicar a esta misma aristocracia. La clerecía, por su parte, estaba igualmente molesta con el sesgo regalista del Gobierno y con lo que consideraban una intromisión de Esquilache en impuestos que correspondían a la Iglesia.

Jesuitas, miembros de otras órdenes y elementos del grupo de nobles llamado Partido español estuvieron detrás de un levantamiento que tuvo poco de espontáneo. El Rey tomó buena nota de ello.

En los ocho meses que Carlos III estuvo fuera de Madrid tras el motín, sus consejeros y él prepararon una venganza silenciosa. Aparte de sustituir a Rojas, considerado demasiado blando con los amotinados, y acuartelar en Madrid a 15.000 soldados, el Rey priorizó restablecer su reputación sobre todas las cosas. El nuevo presidente del Consejo de Castilla , el Conde de Aranda (reformista a su manera), gestionó que la gran nobleza titulada, el alto clero y los gremios mayores y menores reclamaran por escrito al Monarca para que volviera a la capital y declarara las concesiones ilegales.

La venganza de Carlos III

Las principales concesiones al pueblo se mantuvieron, incluida la marcha de Esquilache, si bien no se revocó el libre comercio de trigo al considerar el Rey que funcionaría a largo plazo para bajar precios. Asimismo, se dio más participación al pueblo en la vida municipal a través de figuras como los alcaldes de barrio, lo que suponía una tímida vigilancia a las oligarquías locales . Sin renunciar al reformismo ilustrado, Carlos descubrió que si no contaba con la opinión pública sería imposible sacar adelante cambios que consideraba imprescindibles para que el país siguiera compitiendo con Francia e Inglaterra.

Ilustración que muestra a un grupo de jesuitas siendo embarcado para su expulsión

Carlos tomó medidas contra varios nobles que habían jugado a dos bandas en la algarada. Ensenada, poderoso ministro en tiempos de Fernando VI , fue reclamado por un grupo de nobles para que ganara protagonismo político. El Rey consideró la ambigua actitud de Ensenada , que se dejó querer, como una prueba de conspiración, de modo que le desterró a Medina del Campo , lo cual no dejaba de ser irónico dado que fue el cambio de reinado el que había sacado de otro destierro similar al noble riojano. El abate Miguel de la Gándara y el Marqués de Valdeflores dieron con sus huesos en prisión.

El Rey aprovechó la causa, a pesar de su carácter endeble, para atacar con contundencia a un grupo religioso que representaba la máxima oposición al regalismo

A nivel de la clerecía, quien pagó el pato fueron los jesuitas, a los que ya en su etapa italiana el Rey había colocado la cruz. El fiscal del Consejo de Castilla Pedro Rodríguez de Campomanes –un declarado antijesuita– encontró evidencias de la participación de algunos jesuitas en la revuelta y las empleó para montar –«con frases sueltas, hablillas y chismes»– una causa general contra la Compañía de Jesús . El Rey aprovechó estas endebles acusaciones para atacar con contundencia a un grupo religioso que representaba la máxima oposición al regalismo.

Carlos III firmó la Pragmática Sanción , un año después del motín, que dictaba la expulsión de los jesuitas de todos los dominios de la Corona de España , incluyendo los de Ultramar y decretaba la incautación del patrimonio que la orden tenía en el imperio.

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