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Código de BarraLa excelente cocina chirigotera de un holandés errante pero menos

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Del gaditano, uno espera que sea gracioso y extrovertido. Es el topicazo que muchos de ellos construyen a diario. Somos muy de clichés. De un holandés, por lo mismo, cualquiera espera que sea errante. León Griffoen, quizás por no decepcionar, lo es. Con matices. Cierto que nació en esos países que, como el barrio de La Laguna, están bajo el nivel del mar. Cierto que conoció a su mujer en Londres y ambos decidieron volver a la tierra natal de ella: Cádiz. Hasta ahí la errática trayectoria geográfica. No es mucho errar.

León (la tilde es una forma de naturalización amable) y Paqui triunfaron cuando empezaba el siglo en la calle Plocia de Cádiz, aún pendiente de explotar como vía de primer orden turístico y tapeístico.

Allí deslumbraron a muchos, incluso a los que le ofrecieron irse a un esplendoroso y efímero restaurante convertido ahora en elefante blanco de los buenos tiempos, el Lumen de los antiguos Cuarteles de Varela. Tras un irregular paso por otro local, ha vuelto a su esencia, a la diversión, a la invención desde la tradición, a la fusión de su mirada lejana con el producto cercano. El resultado festivo y feliz, sensual y sabroso es Código de Barra. El local está en la maltradada y encantadora Plaza de Candelaria, siempre a medio recuperar del abandono.

En los últimos años ha coleccionado premios, aplausos y menciones, desde la de Jamie Oliver en la prensa británica (que le ha multiplicado las visitas foráneas) hasta las de comensales locales convertidos en adhesiones inquebrantables.

Había que probar qué hay tras tantas buenas palabras y, tras dos visitas, diría que se trata de una mezcla perfecta entre rigor técnico y ganas de cachondeo, entre respeto a la materia prima y afán de divertir. El resultado es una experiencia desenfadada que apetece repetir y conocer mejor, con un punto de alta comedia en un mundo como el gastronómico tan dado últimamente al drama, la sobreactuación y los diálogos sesudos.

Griffoen parece querer traducir todos los frutos del mar de Cádiz y sus recetas más célebres. Se atreve hasta con una tortilla de camarones (con mayonesa de kimchi) que convierte en un bastón servido en una piedrita ostionera con un orificio al efecto. El sabor de la masa, sin el temible exceso de grasa, es estupendo. Quizás, el juego vaya contra la textura, menos crujiente de lo deseable por el grosor de la pieza.

Pero sirve como declaración de intenciones antes de un caviar caletero con falsas huevas de ningún esturión sobre una rica mezcla de salazones en una suerte de ensaladilla sutil servida en una lata. La mezcla de sonrisa, placer, sabor genuino y gracia se reproduce aún mejor con la caballa frita pero no, en la que se vierte sobre el pescado azul el elixir caliente que lo cocina levemente, en un punto maravilloso. Algo parecido sucede con el ostión crujiente con mantequilla de algas y el gnocchi de papa con choco (deshidratado). Es el sabor eterno, el de la infancia (sí, y el de las ahogadillas) pero revisado y respetado, visto con distancia, presentado con una distinción que se agradece y por las ganas de no repetirse. El truco vuelve a funcionar con el trampantojo de calamares a la llama con churros y café.

En otra visita, me tiré por las carnes (conejo asado con morcilla de Chiclana y rabo de toro con col asada y arroz al vino fino). Me resultaron exquisitas, más directas las preparaciones, más tradicionales y transparentes, de presentación estupenda y casi más cuidada todavía la selección pero ya sin el componente de afortunada broma que me pareció que tenían todos los platos de pescado, marisco y mar. Por sacar alguna pega, eché de menos más verdura en la carta actual y algo más de postres (aunque no sean mi prioridad).La atención es de Paqui, pareja y cómplice necesaria. Es la condición para disfrutar lo que aparece en los platos. Controla la pequeña salita, renovada y luminosa, y la terraza con esa mezcla de discreción, rapidez y omnipresencia de los que sienten un local como sólo pueden hacerlo sus autores. Tiene un nivel de consideración y respeto –tan infrecuente por estos lares– que le permite reconocer a una persona que sólo ha ido una vez, un año antes, y saber qué pidió, además de recordar que venía con una niña con problemas de intolerancia. Muy bien que la cocina sea transparente.

Los talibanes de lo tradicional y las ventas, los fanáticos radicales e intransigentes del plato hondo y lo de toda la vida, sin la menor variante, pueden llevarse algún susto o disgusto. Todos los demás, que son más, los que gustan de romper tópicos, reírse de los clichés, variar y descubrir, de disfrutar visiones, versiones, interpretaciones y acentos tienen una cita fija con uno de los locales con la cocina más interesante, sorprendente y brillante de la ciudad de Cádiz, incluso de la Bahía. Yo me lo pasé muy bien. Eso, hoy día, es excepcional.

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