El niño Savan Bharti, de 12 años, en Varanasi
El niño Savan Bharti, de 12 años, en Varanasi - PABLO DÍEZ

Los hijos sin infancia del arrabal

Más de 200 millones de niños trabajan en todo el mundo, una lacra que se concentra en los países en vías de desarrollo de Asia, América Latina y África

ENVIADO ESPECIAL A VARANASI (INDIA) Actualizado: Guardar
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El trabajo infantil no es, precisamente, un juego de niños. Según cálculos de Unicef, 215 millones de menores de edad trabajan en todo el mundo, la mayoría en países en vías de desarrollo de Asia, América Latina y África. Eso es lo que hace Savan Bharti, un niño indio de 12 años que, en lugar de ir al colegio, se pasa las mañanas limpiando las calles en el arrabal de Durgakund, en la ciudad sagrada de Varanasi, antes llamada Benarés. Como su familia no tiene dinero para mandar a sus seis hijos a la escuela, tanto él como sus hermanos, que tienen entre 5 y 19 años, ayudan a su padre, un barrendero que gana al mes unas 5.000 rupias (69 euros).

Con un escoba armada con ramas de cocotero y una camiseta raída donde reza la leyenda «Rock Star», Savan barre descalzo los callejones del arrabal desde las siete y media de la mañana hasta la una de la tarde. Tras comer un cuenco de «dal» (lentejas), asiste de dos a cinco y media de la tarde a las clases que la ONG Saraswati Education Center imparte en el patio de una casa particular del barrio.

«Las escuelas públicas son gratuitas, pero hay que pagar cada año la friolera de 20.000 rupias (275 euros) en libros, uniformes y clases de apoyo, ya que la educación es muy mala», explica a ABC el director de la ONG, Somit Kumar Dutta. Procedente de una familia humilde, sufrió de pequeño los abusos y palizas que abundan en los colegios indios y, a sus 31 años, ha montado dos escuelas particulares y gratuitas a las que acuden 75 niños: una en Durgakund y la otra en Bengali Tula, en la ciudad vieja de Varanasi. Con un crédito de 1,5 millones de rupias (20.775 euros), ha comprado además unos terrenos en el barrio de Bachado, donde construirá un edificio de siete plantas para acoger a niños y ancianos. Para financiar estos proyectos, Somit Kumar se nutre de donativos, sobre todo en un hostal para mochileros que regenta en el centro de la ciudad.

El futuro de estos niños

«Cuando la gente se va a dormir, suele tener en la cabeza problemas de dinero. Yo, en cambio, me duermo pensando en la sonrisa de los niños que estudian aquí», se congratula este joven solidario, quien se formó en un «ashram» y también imparte clases de yoga y meditación. «Con estas escuelas, le damos sentido a la vida», razona con un optimismo a prueba de bombas para hacer frente a los problemas de cada día.

Entre ellos destacan las fuertes lluvias, que inundan las calles del arrabal y obligan a interrumpir las clases en el patio de la escuela. A toda prisa, una docena de niños de entre 8 y 16 años se resguarda en la cocina de la vivienda que hace de colegio improvisado. Esquivando las goteras, los menores se apiñan en la oscura cocina ante la pizarra en la que la profesora escribe una serie de operaciones matemáticas.

«Me gustaría ser ingeniero, pero sé que es muy difícil», reflexiona Savan Bharti, a quien su maestra, una niña de 14 años llamada Neha Ashok, alaba por «estar muy centrado en los estudios». Cuando cumpla 17 años, Savan tendrá que marcharse para continuar sus estudios, si es que su familia puede obrar el milagro de pagárselos.

«Aquí intentamos que aprendan cuestiones básicas para desenvolverse en la vida, como a leer y escribir, matemáticas e inglés», desgrana la profesora, quien a su vez estudia en otro colegio y ayuda por las tardes en esta ONG.

Aunque la vida de sus alumnos es muy dura, al menos tienen más suerte que Pawan Harward, un adolescente de 16 años que lleva desde los once pedaleando con un «rickshaw» (carrito para pasajeros tirado por una bicicleta). Tras dejar en el campo a su familia, a la que echa mucho de menos, Pawan se vino a trabajar a la ciudad, donde gana entre 300 y 1.000 rupias al día (entre 4 y 13 euros) y vive en un cuchitril para ahorrar. «Aunque es difícil prosperar en Varanasi, al menos hay más oportunidades que en mi pueblo», se resigna con dignidad a un trabajo que le deja reventado al caer la noche.

A orillas del Ganges, el río sagrado donde los hindúes son incinerados en las piras que ocupan sus muelles («ghat»), Raj se gana la vida a sus doce años vendiendo flores para los ofrendas. Como Savan, Pawan y otros 215 millones de niños en todo el mundo, es otro hijo del arrabal sin infancia.

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