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La Divina: lo mejor de dos mundos

Gastronomía urbana en la placita de El Bosque, bonito escaparate y gran cocina que innova desde el respeto a la tradición y al producto autóctono

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Placitas de pueblo. Bares alineados con sombrillas rojas y mesas que miran a la fuente. Bares en los que la palabra tapa adquiere su sentido más andaluz de plato pequeño con guiso de siempre, hecho a fuego lento con materias primas de la zona y que reproducen el saber culinario de antaño.

Podría ser la estampa de cualquier pueblo andaluz pero es El Bosque, el cartel de aquella carnicería que anuncia Chacinas Olmedo lo revela. De pronto, un local sorprende por su aspecto, blanco y negro en su interior como los gastrobares modernos, cristalera opaca y pizarra en los platos. La Divina se llama. El nombre también suena muy moderno. En la puerta, una carta de platos se ratifica con el subtítulo de «Asesorado por Mauro Barreiro», lo que implica un grado de confianza y sigue insistiendo en la modernidad del lugar.

Un camarero nos recibe cortésmente. Es de esos tipos que no despliegan simpatías en su trato diario pero que conoce a la perfección su oficio y atiende con corrección y profesionalidad. Enseguida te das cuenta de que detrás de ese escaparate, bonito, ciertamente diferente en su propio contexto, hay una gran cocina.

Ana Atero y Antonio Ferreras, con su gran experiencia y formación, han sabido interpretar lo autóctono, aunando la maestría de Mauro con los mejores productos de la zona. Reproducen muchos platos del maestro con un estilo muy peculiar, el de su tradición, el de no olvidar el lugar en que se hallan. Así, el secreto ibérico sobre huevos rotos se convierte en exquisita carne de la zona con huevos de campo y papas del huerto; el salmorejo, hecho con tomates asados como lo hace Mauro, se corona con unas exquisitas migas de serranía y los gratinados vegetales se hacen con queso payoyo, de ese de El Bosqueño al que han dado tantos premios. Proyectan, indudablemente, una cocina polifacética sin subtítulos, fácil de entender, llena de aromas y gustos reconocibles, protagonizada por evocaciones y recuerdos.

Vale la pena probarlo todo. Aunque las raciones son grandes y abundantes, como manda la costumbre de nuestros pueblos blancos, también hay tapas, generosas, pero que permiten al comensal atreverse con más platos de una carta nada somera que culmina con unos postres que no pasan desapercibidos.

Las gachas o las poleás, con su poquito de matalauva, tal como las hacían las abuelas de posguerra, se sirven en frascos de cristal donde se concentran los aromas a tardes de infancia. Nada que envidiar al chocolate al cubo, otro postre que simboliza en tres texturas diferentes los domingos de verbena.

Con los vinos, la apuesta no es tan segura: algunos, muy rústicos, poco elegantes y sin estilo como Ybargüen conviven en bodega con verdaderos descubrimientos de la zona como el Galestro, elaborado en Algodonales (Viña Santa María de los Reyes) a partir de uva Petit Verdot y que encaja perfectamente en el contexto culinario.

Gastrourbano de placita de pueblo. Algo parece estar cambiando. Pero cambia desde dentro, respeta las raíces, el entorno, los productos y las costumbres, no destruye ni sustituye sino que amplía una oferta gastronómica ya de por sí completa. Un nombre a la altura de los grandes de la cocina de El Bosque que, de este modo, puede seguir presumiendo de su divina cocina.

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