El mítico café de Rick está vivo en Casablanca
El mítico café de Rick está vivo en Casablanca - J.Y.G.

Tócala otra vez, Issam

Saboreo una cerveza marca de la casa bajo lámparas de araña y arcos que dan al patio central, donde un auténtico piano Pleyel de la década de los 30 suena al ritmo de los dedos del «nuevo Sam»

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Con un cigarro entre mis labios enciendo el mechero, inclino ligeramente la cabeza en busca de la llama y con la primera bocanada, un hilillo de humo se escapa por las comisuras. Sobre una larga barra de madera tallada se apoya un hombre joven de tono cansado. Clava la mirada en un vaso de whisky con hielo que se derrite lentamente al son de las teclas del piano. A su lado, una mujer de cabello color ébano pide al camarero un licor de mora.

La melodía «As time goes by» me transporta en el tiempo, aunque esta vez no me rodean ludópatas, espías, contrabandistas ni militares nazis. Tampoco nadie reproduce los diálogos del amor roto entre Rick y Elsa.

El mítico café de la película «Casablanca» está vivo, pero no lo regenta el carismático actor Humphrey Bogart, sino la exdiplomática estadounidense Kathy Kruger, que hace once años cumplió su sueño de recrear en la ciudad marroquí el café de una de las películas de guerra más queridas de Hollywood.

Saboreo una cerveza marca de la casa bajo lámparas de araña y arcos que dan al patio central, donde un auténtico piano Pleyel de la década de los 30 suena al ritmo de los dedos del «nuevo Sam», llamado Issam Chabaa. Miro a la mujer morena de ojos grandes y expresivos, mi querida amiga Malika, y decimos al unísono:

— Tócala otra vez, Issam.

Soltamos una carcajada. El joven, sentado a nuestra izquierda, esboza media sonrisa y bebe un sorbo de whisky. Su nombre es Julio y hasta hace una semana era tan solo un desconocido.

— ¿Dónde estabas esta mañana?

— No recuerdo, hace demasiado tiempo de eso.

— ¿Qué harás esta noche?

— Nunca hago planes con tanta antelación.

Hace año y medio conocí a Malika cuando estudiaba en la London School of Economics. Su apasionante vida con medio mundo recorrido y su paciencia infinita ante mi eterna munición de preguntas, desencadenaba en tardes enteras de charla y pintas de cerveza vacías sobre las mesas de un pequeño pub de Holborn. Cuando no arreglábamos el mundo con nuestras teorías utópicas, imaginábamos viajes por el continente africano. Uno de los países donde transcurrió su infancia fue Marruecos, tierra de su padre. La descripción de los escenarios de sus vivencias, chocaban con todo lo que yo conocía del país cuando estuve en Chaouen y Marrakech. Según fuimos acumulando tardes, mi curiosidad fue en aumento hasta que la convencí para acompañarla en su siguiente visita a la familia.

Sin previo aviso, otro compañero se acopló al plan. Julio y Malika se habían conocido en un intercambio de idiomas hacía pocos meses y, al parecer, sintió también una enorme atracción hacia el país africano. Compró el billete y a mi amiga se le olvidó comentármelo hasta pocos días antes de la partida. Si en un principio no me gustó la idea de compartir la aventura con un desconocido, cuando le conocí en el aeropuerto de Barajas estuve a punto de salir corriendo meseta adentro. Oriundo de Villalba, ingeniero informático y con un pésimo sentido del humor. Todo hacía presagiar que el viaje iba a ser un desastre.

Entramos al avión, un seco «hasta luego» y me coloqué en mi asiento pegado a la ventanilla. Sus pasos se alejaron por el pasillo hasta una de las últimas filas. Cerré los ojos, respiré profundamente. Después de abrocharme el cinturón, abrí mi libro de Gaziel y cuando me disponía a sumergirme en la lectura, escuché chirriante el sonido de su voz. Levanté la mirada y allí estaba Julio sonriendo porque la azafata le había permitido cambiarse de lugar. Se sentó a mi lado, codo con codo y confesó que tenía miedo a volar. Al tiempo que las ruedas de la aeronave comenzaron a moverse, las palabras salieron de su boca atropelladamente y todos los músculos de su cuerpo se tensaron. Casi se me escapa una risa malvada, pero me contuve. A lo largo del trayecto descubrí que su humor no era tan malo, ni su conversación tan aburrida. Las dos horas de vuelo pasaron fugaces y una vez más comprobé mi desviada intuición.

Llegamos a Casablanca a las 17h, cargamos nuestras mochilas a la espalda y fuera del pequeño y caótico aeropuerto marroquí nos esperaba el padre de Malika, Mustafá, con un coche blanco destartalado. Mi amiga no llegaría hasta la noche, así que dejamos los trastos en la casa de sus tíos y salimos a patear la ciudad. Nuestro primer día coincidía con la celebración del «Eid al-Fitr» que pone fin al mes de Ramadán. Los pinchos morunos, las pescadillas fritas y el maíz a la brasa inundaban con su aroma cada rincón del paseo marítimo frente al Atlántico.

Acabamos en uno de los mayores espectáculos del mundo del exhibicionismo religioso: la Gran Mezquita Hassan II. No es el mausoleo del difunto rey (como el de su padre, Mohamed V, en el centro de Rabat) ni un lugar sagrado de peregrinación. Es un lugar de culto vivo que en ese instante acogía en su inmenso interior a miles de orantes, convertidos en una masa bullente y colorida al salir del templo, camino de las enormes explanadas que se extienden frente a la galería abierta y el minarete. Al otro lado de los altos y sólidos muros solo hay mar rugiente, pues la mezquita se construyó robando 12 hectáreas de costa arenosa al océano.

La Sala de Abluciones y la azulejería de sus bonitos «hammams» (baños árabes) resultan chillones, pero lo más llamativo del edificio son sus puertas, 25, hechas de latón y titanio muy finamente labrado en la superficie. Cuando cayó la noche, el minarete, al que sus 210 metros convierten en la edificación religiosa más alta del mundo, lanzó desde su cima un rayo láser señalando a La Meca.

De vuelta nos perdimos por las oscuras callejuelas de la ciudad hasta llegar a la casa, donde nos reunimos con Malika. Cenamos alrededor de una mesa circular junto a cinco miembros de su familia. El plato, un delicioso cuscús con pollo servido en una fuente de cerámica, lo comimos con las manos, o mejor dicho, con la mano derecha y solo después de que uno de los hombres lo hubiera probado antes.

15 mujeres desnudas en un «hammam»

A la mañana siguiente fuimos a un tradicional «hammam» de mujeres, alejado del turismo. A escasas manzanas de lo que es el centro de la capital económica del país, la mayoría de las casas carecen de ducha, así que los baños públicos son muy frecuentados. La cara de la recepcionista al verme entrar fue un cuadro. Mi pelo rubio y mi tez blanca, blanquísima, me delataban fácilmente. Yo me esforzaba por pronunciar correctamente las palabras en árabe y marroquí que Malika me había enseñado, pero creo que no colaba. Dejamos la ropa en una taquilla y entramos con un guante de kessa y jabón negro beldí con argán. En la primera sala había unas 15 mujeres desnudas, la mayoría entradas en carnes, ya que según me explicaron, la belleza femenina en la sociedad marroquí está en la gordura; si no tienes grasa, los hombres lo asocian a que careces de dotes culinarias y por lo tanto no te comes un colín. Atravesamos la habitación y nos sumergimos en la sala de vapor a una temperatura entorno a los 60º C. Se escuchaba el borboteo de las fuentes de mármol y cuando el primer chorro de agua me tocó el cabello, el ruido de las bocinas de los coches desapareció. Con el segundo, se esfumaron los gritos de los vendedores de la medina.

En pleno proceso de abstracción apareció una mujer de grandes dimensiones y pechos enormes. Me agarró del brazo y me condujo a la sala anterior de azules azulejos y arcos árabes. Me tumbé sobre una piedra elevada de mármol caliente y cuando la vi acercarse ajustándose el guante, pensé que igual iba a sacrificarme como a una cabra, sin embargo empezó a exfoliarme todo el cuerpo. Boca arriba, boca abajo, de lado, del otro lado, piernas, brazos, tripa, espalda y culo. Tenía muchísima fuerza y pude observar cómo la primera capa de mi piel se desprendía como si la de una serpiente se tratase. Cuando acabó, volví a la sala de la niebla.

Dos horas más tarde atravesaba la puerta del «hammam» más limpia de lo que he estado en toda mi vida. Julio, por su parte, tuvo que conformarse con quedarse haciendo «cosas de hombres» como jugar a las damas, fumar y tomar café exprés en una terraza de cara a la calle.

Carretera sin manta

Siguieron días de carretera sin manta con el viejo coche de Mustafá. Por miedo a la corrupta policía marroquí extremamos las precauciones en el camino que recorría la costa atlántica. Paramos en Rabat y Kenitra, donde disfrutamos de sus espléndidas playas, bravas de mar y finísimas de arena. En la cuarta jornada nos adentramos en el caluroso interior del país y seguimos hacia las montañas del Atlas. Una vez pasada la ciudad imperial de Fez, pusimos rumbo al pueblecito de Eloueta. A pocos kilómetros para llegar, vimos cómo el caminito de tierra terminaba. Aparcamos el coche frente a una cafetería del pueblo anterior y cerca, sentado a la sombra de un olivo, nos esperaba Nasser, un hombre viejo, de pelo blanco, flaco y desdentado, tío abuelo de Malika. Tres burros le acompañaban atados con una cuerda. Hicimos el tramo que nos faltaba montados en los pollinos, aunque a mí me tocó ir en la grupa del que llevaba el abuelo soportando una temperatura de 46º C. El paisaje ofrecía un espectáculo de luces ocres y ámbar del atardecer, y lo hubiera disfrutado más de no ser por las moscas que me rodeaban y los latigazos de la cola del burro que me picaban las piernas.

Pasamos dos días envueltos en un mundo apartado de toda modernidad. Donde no llegan tractores y la labranza se sigue haciendo con mulas. Donde no hay cobertura móvil y la gente no se engancha al Facebook ni al WhatsApp. Donde la contaminación lumínica no existe y permite admirar sus hermosas noches de cielo estrellado. Pero todo toca su fin. Llegó el sexto día y tuvimos que hacer el camino de vuelta.

Casablanca seguía inmersa en su espeso tráfico y la densidad de sus casi cuatro millones de habitantes. Nos volvimos a perder por el laberinto intrincado de la antigua medina hasta que nos refugiamos en el Café de Rick. Aunque el equipo de rodaje y los actores de la película de Michael Curtiz jamás pusieron los pies en Marruecos, el halo de la niebla en el aeropuerto (en realidad, el de Los Ángeles) y la música de La Marsellesa, parecen superponerse a esta atractiva ciudad que algún día fue la joya de las colonias francesas de principios del siglo XX.

El humo se eleva mientras el tabaco se consume lentamente, sin prisa, hasta que apago el cigarro en el cenicero de cristal. Malika cierra los ojos cuando Issam comienza a tocar la legendaria canción «La Bohème» de Charles Aznavour. Julio apura el último trago de su whisky, hace un gesto al camarero del fez rojo y pide la última ronda.

—¿Cuál es su nacionalidad?

—Soy borracho.

Este es el comienzo de una hermosa amistad.

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