Juan Soto - El garabato del torreón

La amnesia de los ingratos

Seguimos a la espera de las oraciones fúnebres y de las aportaciones necrolátricas a las que se hizo sobradamente acreedor el empresario fallecido Jorge Dorribo

Hace ya algunos días que los periódicos dieron la noticia de la muerte de Jorge Dorribo , empresario de vertiginoso ascenso y fulminante hundimiento, y todavía seguimos esperando en la prensa de proximidad una columna de alabanza y gratitud firmada por cualquiera de las muchas personas que en los días de bonanza alardeaban de intimidad, se echaban en sus brazos en petición de auxilio y consideraban un alto honor poner a su servicio la honra propia y, si se terciaba, la de ascendientes, descendientes y cónyuges.

Porque es bien sabido que el empresario finalmente descalabrado fue, durante años, el proveedor de puestos de trabajo, el atendedor de súplicas y recomendaciones, el patrocinador de obras sociales, el padrino de promociones universitarias, el subvencionador de equipos deportivos y el refugio de viudas desamparadas y huérfanos desvalidos. Obviemos, por razones de competencia jurisdiccional, las ayudas —no siempre solapadas— a partidos políticos precisados de liquidez, dejemos de lado los ventajosos acuerdos cerrados en aquel famoso restaurante de la confinidad del Campus y olvidémonos de designaciones tan lustrosas como Empresario del Año o Ciudadano de Honor del Arde Lucus (civis honoris, en apresurado bautismo de algún concejal ex-seminarista), reconocimiento jabonoso a su prodigalidad con los organizadores (o sea, con el Concello) del guateque romano. Todo eso pertenece al pasado y es ya verdura de las eras y agua que no mueve molino. Pero, señoras y señores, un poco de decencia, por favor. Un mínimo de dignidad, al menos, para reconocer que aquí, en este caso como en cualquier otro, la corrupción es un fenómeno que se activa mediante la coordinación de dos agentes, el que corrompe y el que se deja corromper, y cuya virtualidad se hace realidad en atmósferas socialmente viciadas.

De modo que, seguimos a la espera de las oraciones fúnebres y de las aportaciones necrolátricas a las que se hizo sobradamente acreedor el empresario fallecido. Ni se nos pasa por la imaginación que entre tantas gentes que alardearon de intimidades de alcoba, donativos con desgravación, confidencias en el yate y copas a la hora de ir a dormir, no haya alguien capaz de enjaretar media docena de líneas de gratitud. Aunque sea con faltas de ortografía.

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