Joaquín Guzmán - Crítica musical

Excepcional Bruckner de Dausgaard y la Orquesta de València

«No recuerdo un pateo de agradecimiento de toda la orquesta a un director musical como el que se produjo al final de la sensacional interpretación»

Imagen de Thomas Dausgaard

Anton Bruckner no es tanto un genio en cuanto a que su arte musical generó un cambio de rumbo en la historia de la música como tampoco sucedió con Rafael de Sanzio en la pintura. Sin embargo, sí lo es a la hora de crear un universo musical, una forma de expresión absolutamente personal a partir de material ya existente y del que pudo echar mano. De carácter débil y sumiso, nuestro compositor no presenció nunca una interpretación orquestal de esta majestuosa sinfonía, en un ambiente musical en el que sus composiciones no era generalmente aceptadas, sino más bien todo lo contrario. Es el de Bruckner el caso prototípico de la persona retraída y con dificultades de comunicación que, sin embargo, canalizaba su fuerza a través de su arte musical, pues llama poderosamente la atención como aquel hombrecillo se convertía en un titán, erigiendo monumentos sonoros como esta Quinta Sinfonía que se le ha llamado “Sinfonía de la fe” o “gigantesca catedral sonora” ( Harry Halbreich ). De hecho Bruckner hablaba de ella como lo mejor en materia de contrapunto que había escrito y no le faltaba razón.

No recuerdo un pateo de agradecimiento de toda la orquesta de Valencia a un director musical como el que se produjo al final de la sensacional interpretación. El concertino Enrique Palomares me comentó tras el concierto que la semana con el director danés había sido fabulosa. La lectura de la orquesta, pero sobre todo del maestro danés Thomas Dausgaard es de las que merece ser recordada. Los primeros cincuenta compases (adagio) de esta obra suelen ser indicativos del trabajo realizado previamente y de algunas cosas que han de venir a continuación sobretodo respecto al sonido dado que en ellos se citan motivos que aparecerán a lo largo de la extensa obra. En este caso tras conseguir Dausgaard del público el mayor silencio posible la música emergió en piano por medio de los pizzicatos de la cuerda grave y los primeros violines

Dausgaard logró lo más difícil en una interpretación y que está al alcance sólo de los grandes maestros : que todos los momentos sean relevantes, incluidas las frases de transición, los solos, los tríos, cuartetos. Momentos ejecutados con un sentido propio y único, pero a su vez, al servicio de la interpretación global. Para ello Dausgaard se sirve de una elocuente expresividad gestual que arrastra a los músicos a dar lo mejor de sí mismos. No es un director elegante en su gesto, pero transmite la emoción del momento irrepetible. La lectura de Dausgaard de esta sinfonía se aleja de amaneramientos y de una pretensión esteticista. Su quinta es profunda, desde la tensión y el drama que también se halla en los silencios y los crescendos planificados y ejecutados con precisión apabullante. El director danés logró en el adagio esa belleza metafísica, teológica, a través de una cuerda densa, empastada y con peso, y con intervenciones de unas maderas solistas sobresalientes y que son el contrapunto ensimismado a la masa orquestal, en los monumentales adagios brucknerianos.

Tras los “trascendentes” dos primeros movimientos, el scherzo irradia una belleza extraña por alternar de forma genial a través de una ligazón casi imposible la dramática tensión con cierta banalidad del trío, pasando por los ecos románticos del ländler austriaco. Lo que sería un precedente de la música mahleriana en cuanto a esta amalgama sucesiva de drama, trascendencia, lirismo, cierta frivolidad y música del pueblo.

El enorme movimiento de cierre fue de una precisión extraordinaria como si de un gran mecano contrapuntístico se tratara y la aparición del famoso tema entonado por los metales fue uno de esos momentos que se quedan grabados. La fastuosa coda fue leída en clave furtwangleriana (grabación con Berlin año 1942, sí en plena Segunda Guerra Mundial) en el sentido de no dilatar un ápice el tempo, cosa a la que invitan los grandes corales de los metales. En lugar de restar transcendencia la incandescencia de la coda dotó de todo sentido al cierre de la obra. Hacer un gran ritardando con todo el tema de la coda habría sido un manierismo poco consecuente con la idea global. A pesar de no ser una sinfonía fácil para el público no habituado con el mundo bruckneriano, la sala Iturbi premió a los participantes con una sentida y gran ovación.

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