Los restaurantes de Sostres

Miguel Ortega

«Lo que importa, lo que distingue a los realmente buenos es el talento cuando han aprendido a domarlo, el instrumento en su punto afinado»

Salvador Sostres

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Hasta hace no tanto tiempo medíamos la capacidad sobre todo profesional de una persona sólo por su cociente intelectual, por su preparación académica o técnica, pero hemos aprendido del error y ahora tenemos tambièn en cuenta la pasión y la creatividad. No en el sentido voluntarista, porque con querer no basta y hay que ser serios. Hablo de la pasión y la creatividad cuando has aprendido a controlarlas. Es importante ser inteligente , es importante tener la preparación adecuada para aquellos oficios o profesiones que la requieren. Pero lo que importa, lo que distingue a los realmente buenos es el talento cuando han aprendido a domarlo, el instrumento en su punto afinado. El talento se tiene o no se tiene, y cuando no se tiene te espera una vida del medio camino bastante frustrante y además no hay nada que hacer, por mucho que te esfuerces. Esforzarse sólo tiene sentido cuando posees el diamante bruto del genio y necesitas dedicarle todas las horas y el desvelo para darle forma, para aprenderlo a controlar hasta que se parezca tanto a ti que ya no podamos distinguiros.

En todo ello pensaba el otro día en Via Veneto cuando Miguel Ortega, seguramente el mejor camarero que jamás me ha servido, se acercó con una pequeña taza blanca a mi mesa. Hace años que tengo por costumbre, y es una costumbre que no dice nada bueno de mí, añadirle al café unas gotas de agua fría. Y de entre todos los restaurantes del mundo en los que lo he hecho, y de entre todos los camareros que me lo han visto hacer, una y otra vez, sólo Miguel se dio cuenta y pensó qué podía hacer y se hizo con esta tacita blanca para llenarla de hielo pilé y ofrecerme un par de trocitos. El primer día que me lo hizo estaba en una intensa conversación con mi querido Ramon Riera, y aunque aprecié el gesto no tuve tiempo de reflexionarlo con la profundidad que merece. Creo que fue la segunda vez, o quizá la tercera, cuando me detuve en el detalle, en el instante, y pensé: esto sólo puede hacerlo Miguel .

Porque tiene el talento y porque ha aprendido a controlarlo, porque sabe qué hacer con su genio, porque tiene el instinto de los mejores pero también las interminables horas de trabajo, y ahí estaba con su tacita de todos los tiempos dando sentido a su oficio, honrando a Via Veneto y la familia Monje, elevando mi día con este momento de calidad, y no tanto por los trocitos de hielo sino por todo lo que hay detrás: la observación, la detección, el nervio de querer hacer mejorar mi vida, la idea de cómo hacerlo, y la discreción con que a mi mesa llegó, sin darse ninguna importancia ni siquiera explicarme que había tenido aquella idea: nada. Impecable como siempre, exacto en su compostura y en la precisión de sus gestos, había normalmente incorporado aquella taza a su modo de servirme como si cualquier cosa.

Tiene y no tiene que ver con la tacita de hielo pilé lo que me sucedió el lunes también con Miguel. Estaba solo en la mesa, corrigiendo en el iPhone un artículo para el Diari de Girona, y la verdad es que bastante ausente de la escena como siempre que me pongo a escribir, y de repente oigo que dice, muy bajito mi nombre, y cuando levanto la mirada me doy cuenta de que una importante personalidad de la vida pública española -tan importante que sería una ostentación decir su nombre- se está acercando a mi mesa para venirme a saludar. Tengo el tiempo justo para levantarme, abrocharme la chaqueta y saludar con la formalidad que la personalidad merece.

No es la tacita pero es como la tacita, porque ahí estuvo Ortega, leyendo perfectamente la situación, viéndome absorto , dándose cuenta de la situación algo embarazosa que se produciría si yo no me levantaba a tiempo para hacer los honores; y además tuvo el acierto de hallar el tono exacto para decir mi nombre, el tono y el volumen para que yo lo oyera y no mi interlocutor. Esto sin talento, sin grandeza, no puede hacerse. Pero hay que haber trabajado mucho, hay que haberse fijado mucho, hay que tener una vocación muy clara y muy determinada por este oficio para saber captar estas situaciones tan poco aparatosas en la apariencia pero que son de fondo tan significativas: para saber captarlas, para saber procesarlas, y para saber intervenir en ellas de un modo tan quirúrgico, con absoluta discreción, en la medida justísima, consiguiendo todo el efecto con la mínima invasión.

Por personas como Miguel Ortega merece la pena vivir, acudir con entusiasmo a este gran espectáculo que son los restaurantes que se convierten en la metàfora civilizada de la vida. El talento y la vocación, la técnica y la creatividad, el instrumento afinado en su punto afinado. El control sobre tu genio con el que los tocados por una gracia especial, única, pueden alumbrarnos en nuestra noche más oscura y ayudarnos a ensanchar, siempre un poco más, los límites de la Humanidad.

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