Sergi Doria - Spectator in Barcino

Sevilla, Barcelona, Japón y Darío

El viejo caciquismo se reencarna en la España autonómica

Barcelona no encaja en la Cataluña que proyecta la señora Paluzie con sus listas de empresas adictas al Régimen; tampoco debiera ser el laboratorio colectivista de Ada Colau, Pisarello y el comisario político Asens; ni una versión ampliada de Berga como pretende el vicario Torra con sus cantos kumbayá.

Barcelona es una discusión permanente -entrañable, decía Pla- que rechaza la fosilización folclórica. Para validar la argumentación, pongamos algunos ejemplos de vacuna contra el aldeanismo nacionalista

El premio Ateneo de Sevilla celebraba esta semana sus cincuenta ediciones en el Salamanca, restaurante de la Barceloneta en la calle del almirante Cervera, militar liberal al que nuestra ignara alcaldesa calificó de fascista y lo borró del nomenclátor para sustituirlo por el cómico de sal gorda Pepe Rubianes. Francisco Robles, periodista de ABC, y Alba Ballesta -sendos ganadores del Ateneo y Ateneo Joven- son de Sevilla y Orihuela; dos generaciones muy diferentes con una conversación que converge en Barcelona.

La novela de Robles, El último señorito, rastrea un siglo de esa hidalguía andaluza con más heráldica que cuenta corriente. Un archivero andaluz y una periodista que emigró a Barcelona y ha retornado a su tierra cruzan pesquisas en torno a un «señorito» que dejó embarazada a una criada adolescente. El atentado del 17-O en la Rambla obligará a la periodista a volver a su ciudad de adopción.

El viejo caciquismo se reencarna en la España autonómica. Robles lo ilustra con una frase del sumario de los ERE: «La Junta colabora con los que colaboran». El procés catalán, añado, lo auspició la burguesía que bienvivió con el franquismo y que no se acordó de la lengua catalana hasta los años sesenta: Òmnium es un ejemplo. La burguesía andaluza y catalana -apostilla Robles- intercambiaron en el XIX la preservación de los aranceles con el latifundismo: «La diferencia es que los catalanes se centraron en la economía productiva, mientras en Andalucía, la riqueza se concentró en pocas manos».

Laia Ballesta, autora de Distinta Clara (Ateneo Joven), nació en Orihuela y reside en Francia. Su novela narra una investigación polifónica en torno a una poeta ficticia. El título alude a la canción de Joan Baptista Humet y el nudo de la acción transcurre en la Barcelona preolímpica: «Es un escenario en el límite, donde los intentos de limpieza y restructuración de la ciudad despejan poco a poco elementos clave como el antiguo barrio chino y la Avenida de la Luz». Trasuntos de aquella Barcelona, las personas que conocieron a Clara «no han vuelto a saber de ella, pero su recuerdo y el de esos lugares desaparecidos que pisó prevalecen», explica la escritora.

La capital del libro hispanoamericano dedicó una calle a Rubén Darío en San Andrés, pero olvidó que el vate nicaragüense barajó en 1914 establecerse aquí con su pareja, Francisca Sánchez. Alquiló una casa en la calle Tiziano, 16, barrio de Penitentes, junto a la Ronda de Dalt. «Torre ideal, cerca del Tibidabo: jardín y huertos a un lado; tranvía cerca; baño, luz eléctrica, timbres, la mar de piezas, todo amueblado, todo listo; piano... ¡18 duros al mes! Yo no me muevo de aquí, porque he aquí lo que yo necesitaba», escribirá.

La casa se conserva, con una placa conmemorativa: presenta un remonte posterior, aunque sin las cornisas y el balcón original. En su última estancia barcelonesa, el poeta seriamente enfermo de cirrosis frecuentaba la peña del Colón y el Ateneo; recorría con mirada modernista La Pedrera de Gaudí y el Cau Ferrat de Sitges con Santiago Rusiñol. Darío quiso vivir y morir en Barcelona, pero el ecosistema cultural autóctono no lo supo apreciar: al no conseguir una colaboración fija -había que pagar los 18 duros de alquiler- que complementara sus ingresos de corresponsal se vio obligado a retornar a Nicaragua.

Antes de ejercer de cónsul del Japón en la Ciudad Condal, Naohito Watanabe vivió en Nicaragua. Y no fue en un homenaje, ni en una biblioteca donde supo de Darío. En el embarcadero de Granada, una chiquilla harapienta se le acercó. Creyó que pedía limosna. pero, para su sorpresa, declamó aquel poema a Margarita Debayle: «Margarita está linda la mar, y el viento, lleva esencia sutil de azahar; yo siento en el alma una alondra cantar; tu acento: Margarita, te voy a contar un cuento…».

A partir de ese encuentro, Watanabe se volcó en el vate. En el Círculo del Liceo hablamos del «japonismo» modernista. En esas mujeres lánguidas de los óleos de Casas palpitan versos del Azul, que Watanabe vertió a la lengua nipona: «El fino angora blanco junto a ella se reclina, rozando con su hocico la falda de Alençon, no lejos de las jarras de porcelana china que medio oculta un biombo de seda del Japón».

Al Consistorio comunero y el nacionalismo que jibariza Barcelona en capital de comarca ignoran sus intrahistorias. Lástima.

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