Fotografía de Oriol Maspons para la portada original de «Últimas tardes con Teresa»
Fotografía de Oriol Maspons para la portada original de «Últimas tardes con Teresa» - Oriol Maspons

Sant JordiOtras historias de Barcelona tras los pasos del Pijoaparte

Medio siglo después de la publicación de «Últimas tardes con Teresa», el sello Marsé permanece bien visible en nuevas -y no tan nuevas- generaciones de autores

BARCELONA Actualizado: Guardar
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Se cumple medio siglo de la publicación de «Últimas tardes con Teresa» (Seix Barral) y el sello Marsé, esa marca de agua inconfundible que perfiló los contornos de una Barcelona que en realidad son muchas, sigue dejando huella en la narrativa barcelonesa. Ahí está el Pijoaparte, encaramado en las baterías antiaéreas del Turó de la Rovira o deambulando por las cuestas imposibles del Carmel, viendo como una nueva generación de autores –algunos jóvenes; otros no tanto– peregrinan hacia la Montaña Pelada para hincar la rodilla y rendirle pleitesía.

«En “Últimas tardes con Teresa”, Manolo Reyes, el Pijoaparte, baja por aquí a toda velocidad con una moto robada y hambre de sueños. Busca una puerta y esta es Teresa Serrat, burguesita excitante y excitada ante la irresistible nostalgia de raval de Manolo», recordaba no hace mucho Carlos Zanón (Barcelona, 1966), uno de los autores a los que con mayor insistencia se ha querido arrimar a Marsé y que mejor ha sabido capturar la vida de esos barrios que suelen quedar fuera de los focos

y los titulares. Lo hizo con maestría en «Yo fui Johnny Thunders», novelón de fracasos inevitables y aparatosos tropiezos en una Barcelona agreste y desalmada y ha vuelto a hacerlo con «Marley estaba muerto» (RBA), colección de relatos en la que sigue bombeando agua de ese océano de tristeza, amargura y expectativas a la fuga en el que se ahogan sus personajes. Todos ellos, igual que el Pijoaparte, sólo tienen hambre de sueños, pero el menú es estricto e inamovible: nada de esperanza.

A Zanón, decíamos, se le suele emparentar con frecuencia con el autor de «Caligrafía de los sueños» aunque hay una etapa intermedia, un eslabón que conecta ambas narrativas, que no podemos pasar por alto: el de Francisco Casavella (Barcelona, 1963-2008). Por desgracia, el autor de «El secreto de las fiestas» ya no está entre nosotros para pedir turno y reivindicarse como bisagra entre dos generaciones, pero queda su obra y queda, sobre todo, la monumental «El día del Watusi», el equivalente para la Transición a lo que Marsé hizo por la posguerra.

«Es el único nexo que reconocimos desde un primer momento en la literatura en castellano con una tradición que, más que una corriente clara y potente, es un saltar charcos. Aquellos autores de antes de la guerra que leíamos en la escuela, hop, el boom hispanoamericano, hop, Marsé, alehop, Vázquez Montalbán, quizá Mendoza y –retumbe de timbales–, caída con dos pies y brazos en forma de Cruz, Casavella, y de ahí a Nuestra Actual Polinesia Novelesca Barcelonesa y No Barcelonesa: autores, o como mínimo libros de autores, fascinados por la electricidad de su mirada o sus frases o sus momentos o caídos en la marmita de la pócima bien licuada de alta y baja cultura», escribe el propio Zanón en uno de los prólogos de esa nueva edición de «El día del Watusi» con la que Anagrama ha querido recuperar este torrencial fresco de la Barcelona preolímpica y perpetuamente enfangada en el lodo de las corruptelas mayores y menores.

La derivada Mendoza

En las palabras del propio Zanón encontramos una nueva derivada: la de Eduardo Mendoza (Barcelona, 1947) , otro de esos eslabones que conecta a varias generaciones con una de las más poderosas e indestructibles argollas: la del humor. Un culto a la risa que el autor de «La verdad del caso Savolta» ha cultivado con denuedo en su saga dedicada a ese detective majara que apareció en «El misterio de la cripta embrujad» y sigue haciendo de las suyas en «El secreto de la modelo extraviada» (Seix Barral). Un nuevo caso a prueba de mandíbulas delicadas con el que Mendoza, genio y figura, pone la lupa sobre la transformación que ha sufrido Barcelona en los últimos veinte años y vuelve a hacer de la carcajada material literario de primera.

Esto último es algo que sabe bien Miqui Otero (Barcelona, 1980), quien además de picotear sin disimulo y gran devoción de Marsé y Casavella, tuvo una de sus primeras revelaciones como lector cuando descubrió que se podía escribir algo tan disparatado y genial como «Sin noticias de Gurb». La delirante peripecia de aquel extraterrestre por una Barcelona repleta de zanjas es uno de los muchos flecos que el joven autor peina ahora en «Rayos» (Blackie Books), novela con la que abre aún más el plano para firmar una vistosa pirueta: convertir a Fidel, protagonista de «Rayos», en una suerte de Pijoaparte se segunda generación que observa perplejo lo fácil que es subir y bajar en el ascensor social de Barcelona mientras la ciudad se va lavando la cara a un ritmo vertiginoso y anticipa lo que será la burbuja inmobiliaria de finales de la década pasada.

Ciudad nostalgia

Así, con Otero marcándose una carambola a cuenta de Marsé, Casavella y Mendoza y Barcelona celebrándose a sí misma como gran encisera capaz de lo mejor y de lo peor, la narrativa barcelonesa sigue intentando contar la ciudad del derecho y del revés siguiendo en muchas ocasiones el rastro de migajas que otros dejaron por el camino. Por esa senda, aunque con aires algo más despistados, encontramos también al periodista y crítico teatral Marcos Ordóñez (Barcelona, 1957), para quien los contornos borrosos de la ciudad son una pieza más de esa suerte de biografía emocional que es «Juegos reunidos» (Libros del Asteroide)

Después de empezar a recuperar recuerdos en «Un jardín abandonado por los pájaros», Ordóñez ahonda en esa arqueología de sí mismo para recuperar retazos de una ciudad perdida en la aún había Drugstores y cines a paletadas y encadena sus memorias a una ciudad que, a pesar de mantenerse en un segundo plano, reclama no poco protagonismo.

En ese ciudad-escenario que hace poco fue también escogida por la Unesco como Ciudad de la Literatura encontramos también a Marina Espasa (Barcelona, 1973), filóloga y novelista que, además de asumir el reto de dirigir los actos de la capitalidad literaria de la ciudad, acaba de publicar «El dia del cérvol» (L’Altra Editorial), una historia de cruza géneros para ahondar en el costumbrismo fantástico y recorrer una ciudad en la que, como si de las «W» del Watusi se tratasen, empiezan a aparecer imágenes de ciervos por todos lados. Un retrato trepidante que avanza dando tumbos por las calles de una ciudad que lo mismo se pierde por el barrio de Gràcia para acabar en el Heliogàbal que se enreda en el espíritu post-olímpico o enfoca las miserias de esas urbe que quedó retratada en «Ciutat Morta». Una vez más, Barcelona, la gran encisera. Para lo bueno y, sí, también para lo malo.

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