Sergi Doria - Spectator in Barcino

Emblemas del Movimiento

Si la paz de Franco consistía en ponerse el «emblema» y callar, el «oasis catalán» es creíble mientras no contraríes al nacionalism

Torrra, con funcionarios del Palau de la Generalitat, el día que tomó posesión como presidente ABC

Aquel sábado de 1948, mis abuelos y mi madre iban a disfrutar del doble programa en el cine Condal del Paralelo. En el vestíbulo, una pareja de falangistas les salió al paso; si se permitían el lujo de ir al cine debían sufragar con treinta céntimos el «emblema» de Auxilio Social.

Mi abuelo, excombatiente republicano, soportó a regañadientes a que el fachilla engominado le endosara en el ojal aquella etiqueta de cartón adornada, según los casos, con figuras regionales, descubridores de América, o la imagen de Auxilio Social: la mano que clava una lanza en la boca del dragón del hambre. Después de cobrar los treinta céntimos por el «emblema» sencillo –había otro «emblema», metálico y militante, a una peseta– los falangistas se empeñaron en que mi abuelo adquiriera otro «emblema» para su mujer e hija. Si se atrevían a poner un «emblema» de más habrían de pasar por encima de su cadáver, les contestó. Como la cosa se ponía fea, mi abuela invocó entre sollozos lo de «tengamos la fiesta en paz», «¿qué más te da un “emblema” o dos?» o «vamos a entrar a medio No-Do».

Los camisa nueva largaron el consiguiente «no sabes con quién estás hablando». Mi abuelo, alto y robusto, no dio su brazo a torcer: «¡Si yo llevo el emblema no se lo ponéis a nadie más!». La disputa se disolvió entre amenazas de ir a comisaría. Por no transigir con los «emblemas», mi abuelo y familia se quedaron sin tarde de cine.

Setenta años después, el espacio público catalán está repleto de emblemas en forma de lazo amarillo. De momento la adquisición es voluntaria. Vemos lazos de tela y otros –los de los adictos más adictos– metálicos. Hace una semana, Josep Borrell dijo que Cataluña está al borde del enfrentamiento civil, lo que provocó la escandalera de quienes llevan años atizando el fuego del conflicto. A Torra –el que compara españoles con «bestias»– la observación del ministro se le antojó «de una irresponsabilidad inaudita», mientras que el fugitivo de Berlín lo calificaba de «ministro de novela negra» a quien «la ultraderecha le presta la tinta para escribir el relato de ficción que justifique la represión actual y venidera, para forjar un clima de miedo y enfrentamiento que, muy a su pesar, no existe en Cataluña». Josep Bargalló, más freudiano, atribuyó la afirmación de Borrell a problemas familiares; como consejero de Educación, –algo habrá leído, además de Cabré, Martí i Pol, y Pedrolo–, podría parafrasear a Tolstoi: todas las familias (catalanas) felices se parecen y cada una, lacito amarillo mediante, es infeliz a su manera.

Evocábamos el Movimiento Nacional de la posguerra, pero el independentismo de 2018 es el Movimiento del 1-O: así se llama el partido que Puigdemont y sus fieles camaradas han registrado por si cuajara la tentación autonomista en Junts Per Catalunya y el PDEcat.

Si la paz de Franco consistía en ponerse el «emblema» y callar, el «oasis catalán» es creíble mientras no contraríes al nacionalismo. A quienes niegan la fractura social; aquellos que no quieren negociar otra cosa que la aplicación del «mandato del 1 de octubre» –el pucherazo con novecientos «malades imaginaires»– les parece normal que cada fin de semana los CDR hinquen sus cruces en la playa que les venga en gana: si alguien las quita es un fascista…

El cacareado «mandato» no debe ser muy serio cuando Clara Ponsatí admite –¿sinceridad? ¿frivolidad? ¿cinismo?– que han jugado al póquer de farol; y como en Cataluña no hay riesgo de confrontación civil, lo más normal es que Ciudadanos, el partido que ganó las elecciones, no pueda hablar en Vic porque unos atorrantes –con la aquiescencia municipal– les revienta el acto; en la Cataluña actual, donde se vindica la libertad de expresión, no se puede rendir homenaje a Cervantes en la Universidad de Barcelona y lo habitual es quemar cada dos por tres fotos del Rey y ejemplares de la Constitución.

Todo, como se puede constatar, muy «convivencial». Lo malo de las falsas revoluciones es que la facción más radical invoca ad aeternum la improbable revolución pendiente. Con sus fuerzas de choque desmandadas –ANC, CUP, CDR, Òmnium–, el independentismo gobernante anda preocupado por la tensión callejera y los «emblemas» –lazos, cruces, carteles, esteladas– que ocupan calles, ambulatorios, teatros, colegios profesionales e institutos. Una violencia latente que los separatistas de arriba desmienten para dar la sensación de que controlan a los separatistas de abajo. Y como la historia rima, lo que eran sonrisas deviene coacción física. De ahí que la viñeta de El Roto les siente tan mal: «Los lazos son para cazar a los que no los llevan». En 1948, con el “emblema” venal del «yugo y las flechas»; en 2018, con el lazo de la presunta unanimidad amarilla. Mi tozudo abuelo antifascista no se lo habría puesto.

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