Sergi Doria - Spectator in Barcino

La diplomacia barcelonesa

El 92 fue el momento estelar de nuestra diplomacia, del «archivo de cortesía» cervantina, de la gitana hechicera con ritmo de rumba

Sergi Doria
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Hace una semana, en ese templo de luz retrofuturista que es el centro Botín de Renzo Piano en Santander, periodistas de las españas dedicamos nuestro tercer congreso a la diplomacia cultural: arquitectura, mundo editorial, bienales de arte... En palabras del director, Basilio Baltasar: «Una persuasión simbólica que deshace prejuicios, reticencias y prevenciones obsoletas». Entidades, instituciones, escuelas, universidades, museos e institutos devienen en embajadas más efectivas que la diplomacia tradicional. Se habló de Málaga, con sus museos que la erigen en capital cultural andaluza; el embajador Roberto Toscano denunció las promesas incumplidas de la globalización a las que se opone la utopía reaccionaria del tribalismo; José Manuel Bonet engrasó, desde el Instituto Cervantes, el motor diplomático de la lengua española; se pasó lista de los tópicos nacionales que impiden re-conocer a los países, afectados por lo que Flaubert llamaba «ideas recibidas»...

Y se elogió la potencia literaria iberoamericana. Hablar de Iberoamérica es hablar de su «boom» novelístico y el «boom» sucedió en Barcelona, como bien recordó Sergio Vila-Sanjuán.

Barcelona pasará a la historia de la diplomacia cultural del siglo pasado por dos acontecimientos: el «boom» y unos Juegos Olímpicos que fueron más allá del deporte. El primero reafirmó lo que era una realidad desde el siglo XVII y que Cervantes significó el la segunda parte del Quijote cuando el Ingenioso Hidalgo visita la imprenta de Sebastián de Cormellas en el Call. Los Juegos no sólo nos dieron medallas y cambiaron la piel urbana de la Gran Hechicera: crearon un bálsamo de armonía con el resto de España hoy envenenado por el histerismo secesionista. Barcelona «representó», porque eso es la diplomacia, una Cataluña abierta: nada que ver con las romerías comarcales de esteladas.

Mi padre, Vicente Doria, murió el 19 de mayo del año pasado. Él fue, como bien explicó el maestro Arturo San Agustín en su artículo de La Vanguardia, el «hombre del milagro»; él activó la llama del pebetero en el instante decisivo del siglo XX barcelonés. Mi padre repetía siempre con legítimo orgullo que todo el mundo «con independencia de su sentir político o identitario» conserva aquel momento mágico entre los más felices de su existencia. Recuerdo las semanas previas al 25 de julio de 1992 que el martes se conmemora con rigidez convencional. Nubes, bochorno y lloviznas. Temíamos la tormenta de la inauguración del Estadio: las goteras, las pancartas del «Freedom for Catalonia» de Oleguer Pujol y compañía. Pero el tiempo cambió. El sol venció a los nubarrones y la ceremonia preludió los mejores juegos de la Historia. La antorcha, la flecha y la llama color fuego. Como matizaba mi padre, «una combustión impura, porque si hubiera sido la llama azul del gas natural no se hubiera visto en la oscuridad».

Mi padre guardó silencio sobre su papel en aquella noche mágica del 25 de julio. Los barceloneses éramos como niños que reciben a los Reyes Magos. El sortilegio se repitió al año siguiente, 25 de julio del 93. Acompañé a mi padre al estadio y subimos al pebetero... Lo encontramos convertido en un cementerio de palomas: excrementos, nidos con huevos rotos, plumas y esqueletos... Mi padre no pudo ocultar cierta tristeza. Luego, los aniversarios se fueron espaciando hasta habitar el exiguo paraíso de los recuerdos que el tiempo embellece.

Barcelona no ha podido ejercer mejor diplomacia cultural que los Juegos del 92. Se intentó en 2004 con el desdichado «Forum de las Culturas»: metros cuadrados para nada, urbanismo de nuevos ricos en Diagonal Mar y el alcalde Clos embutido en una camiseta amarilla bailando en la cutre-rúa de Carlinhos Brown. Por desgracia, gran parte de los problemas turísticos que hoy padecemos provienen de aquel Fórum. La Barcelona actual es víctima de una paradójica conjunción: su éxito internacional y la obsesión política de que sea capital de una Cataluña rural y ensimismada. El 92 fue el momento estelar de nuestra diplomacia, del «archivo de cortesía» cervantino, de la gitana hechicera con ritmo de rumba. Cultivemos ese espíritu: mi padre lo mantuvo hasta el último aliento.

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