Guillermo Garabito - La sombra de mis pasos

«¡Pequeña mano blanca!»

«Y entre tanta barbarie sólo se puede plantear uno dejar la paternidad como una eterna promesa para no tener que traer críos a este mundo insano»

GUILLERMO GARABITO

Ser padre es una cosa que escapa a mi entender, aunque con los años se le va poniendo imaginación. Dicen que hay que verse con un «churumbel» propio en los brazos para aprender a ser padre, que te cambia la vida. Y uno, conforme cumple años, va pensando en la paternidad como una ilusión, como una forma más estilizada de pervivir e incluso de sonreír. Después salen asuntos terribles en las noticias, de esas que nadie espera, que hacen desear seguir viviendo de la inocencia primera. Cada verano un caso abominable de padres que asesinan a sus hijos. Siempre hay algo demasiado macabro en verano: como la niña asesinada en Valladolid la semana pasada.

Hay que ser deleznable para venir a matar a nadie. Pero para matar a un niño… ¡Hay que ser hijo de puta! Disculpe el arrebato el lector, aunque sé que compartimos parecer. Y mientras uno encadena noticias se pregunta sobre dónde están los servicios sociales, o la conciencia, o cualquier otro mecanismo que les pueda socorrer. Los servicios sociales no deberían responder con eso de «vuelva usted mañana» a la manera de Larra. Más cuando se ha comprobado que va un día entre salvarle la vida a un menor o condenarlo a muerte.

Y entre tanta barbarie sólo se puede plantear uno dejar la paternidad como una eterna promesa para no tener que traer críos a este mundo insano. Leer periódicos cada mañana es el mejor anticonceptivo que se me ocurre. Sobre todo consciente de que, como dice Reverte, los hijos son la cornada que te da la vida. Por donde te pilla esto del vivir.

Escribía Ruano, que no sé si sería buen padre –escritor mucho, persona poco-, aquello de «Señora: Un hijo con dolor se pare y del pecho de la madre comienza a vivir… siendo en el pecho una medallita de ternura». Y la paternidad debería ser algo así. Una medalla en el pecho o una razón para el alma; cuando se tiene.

La niña de Valladolid se llamaba Sara. «¡Pequeña mano blanca!»

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