ARTES & LETRAS

Pasión y tierra

Agustín García Simón firma «La herida del tiempo», una novela calificada por Luis Mateo Díez como «una gran fábula de herencia naturalista con un personaje extraordinario»

Agustín García Simón en la Plaza Mayor de Valladolid ICAL

FERMÍN HERRERO

Ha pasado casi una década desde la publicación en la misma editorial, Siruela, de los relatos reunidos bajo el título Cuando leas esta carta, yo habré muerto. Se nota, y de qué manera, que desde entonces, supongo, Agustín García Simón ha bregado duro con la poderosa narración, bien concebida y trabada, que ahora nos entrega: La herida del tiempo, en sentido estricto su primera novela -acaso su novela, la que siempre ha llevado encima con la necesidad de escribirla-, pues, al margen de su vocación articulista resumida en Cuestión de palabras, y dentro de una obra cuajada, aunque de difícil adscripción genérica (Apuntes de La Habana o Retrato de un hombre libre), sólo Valcarlos podría considerarse novela, pero con la salvedad de que es una historia de las que ahora llaman de no ficción, fruto de su experiencia como educador de menores problemáticos.

Luis Mateo Díez, sin duda escritor sumamente fiable, sentencia en la fajilla del libro que estamos ante «una gran fábula de herencia naturalista con un personaje extraordinario». Tal vez el proceso de maduración, unido a la exigencia extrema en la escritura, han determinado un empeño de esta naturaleza, digamos a la antigua usanza -habría que preguntarse si hay otra legítima y válida-: aguda penetración psicológica en la caracterización de los personajes y de los intríngulis de las relaciones personales; manejo a fondo de la tercera persona omnisciente combinada en contrapunto con una primera persona periférica, la de Tasio, hijo del protagonista, que es un primor de dominio de la oralidad; construcción de un lugar, procedente de sus cuentos junto a la sombra de algún personaje, más bien «territorio de la memoria», propio, simbólico y al tiempo concreto, fronterizo entre las tierras de pinares, con carrascas y sabinas sueltas, y las de cereal con algo de viñedo, una zona poco frecuentada en nuestra narrativa, trasunto de su comarca natal; disposición, en fin, ejemplar de la trama articulada en el tiempo.

Cabría destacar también la precisión léxica y ese sabor de palabras y expresiones perdidas, un lenguaje como tallado en los inviernos recios de Castilla, tan teresiano: fato, remusguillo, vitandas, boceras, asperura, purriela, implado, atiesar, apañar, cundir, regañina…, un festín para el lector. Por añadidura, lejos del estilo desnutrido, telegráfico, tan en boga, García Simón arma la frase con una cadencia de cuando el español era castellano y se demora en la obligación literaria de fijarse «en las cosas detenidas», en los matices labriegos: la diferencia de olor del tomillo tierno o en sazón, por caso.

Más allá, volviendo a la herencia que advierte Mateo Díez, de la ecuanimidad y rigor, sin maniqueísmos, con que aborda los acontecimientos históricos cruciales del siglo pasado en relación con el argumento, un tanto al modo galdosiano, en especial la parte del «lado oscuro»: la guerra civil y la envilecida posguerra, y del telón de fondo de la filosofía de la desgracia agropecuaria, la desaparición de la cultura campesina y «la decadencia de esta Castilla eterna», el autor conoce bien el paño de la condición humana, que en los pueblos se manifiesta con toda su crudeza y al no existir el olvido no tiene enmienda, y sabe que lo instintivo siempre se impone, por encima de lo social o político y no digamos lo artístico: el deseo y el sexo, los partos y las muertes prevalecen en la novela. Ya el comienzo nos trae reminiscencias de La Regenta, si bien, por encima del naturalismo, la visceralidad arrebatada, irrefrenable, de muchos personajes y, sobre todo, la lujuria desaforada del personaje principal, en medio de «la rutina de los siglos», con la que sólo puede el tiempo, se equilibra y compensa en parte con el remanso lírico de delicadas epifanías, apariciones del sentimiento hacia la naturaleza que son, en ocasiones puntuales y al cabo, cuando al borde de la muerte ya ha cedido la hombría herida del protagonista, cifra definitiva de la experiencia vital.

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