Ignacio Miranda - Por mi vereda

Las mártires de Argel

La misionera beatificada Esther Paniagua junto a Juan Pablo II en una imagen de archivo ICAL

Ignacio Miranda

Uno de los mayores orgullos de nuestra tierra es la elevada cifra de misioneros que viven entregados a la tarea social y evangélica en los rincones más pobres del planeta. Más de 2.500 hombres y mujeres de las diócesis de Castilla y León que, un buen día, sintieron la vocación de seguir a Cristo desde el compromiso total, para alejarse de las comodidades de una Europa decadente, para servir a las personas en lugares donde la marginación y la violencia forman parte del paisaje. Países donde se persigue la presencia de occidentales con voluntad de ayudar a la población, hasta llegar en ocasiones al asesinato. Y como asevera Ramón Delgado, delegado de Misiones de Burgos, su muerte representa el culmen de una situación social catastrófica, «porque al matar a un misionero me pregunto qué no habrá sufrido la gente de allí».

Una reflexión válida para Esther Paniagua y Caridad Álvarez, agustinas misioneras abatidas a tiros en Argel el 23 de octubre de 1994, domingo, cuando iban a misa. Un crimen del que se cumplen ahora veinticinco años, y que se produjo durante la jornada del Domund. Por aquello de que el Señor escribe recto con renglones torcidos. Esther era natural de Izagre, en León, mientras que Caridad nació en la localidad burgalesa de Santa Cruz de la Salceda. En la capital argelina, en medio de la guerra civil no declarada que vivió el país magrebí en esos años por el terrorismo islamista, ambas atendían a niños discapacitados. Una labor altruista que alabó un periodista en un reportaje. A los pocos días, en medio de ese clima de horror, también fue asesinado.

Las hermanas supervivientes continuaron allí, como reconoce sor Lourdes, «porque los cristianos no tenemos miedo a la muerte, portamos el Reino de Dios entre los más débiles, que nos reciben con esperanza».

Las religiosas abatidas fueron beatificadas hace un año en Orán, al confirmar la Santa Sede su condición víctimas mártires por un crimen de odio a la fe. Hay, en efecto, una Iglesia que no es la del poder ni la de la pederastia. Tampoco la que calla ante la tiranía progre. Una Iglesia que derrama su sangre por los demás. Verdaderos testigos de Jesucristo en un tiempo secularizado. Proclamadores del Evangelio en una época individualista, aunque no salgan en los medios.

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