Cuando un fruto seco puede ser mortal

El zamorano de once años Rodrigo Sánchez convive con una alergia extrema a los frutos secos, el melocotón y el kiwi

El zamorano de once años Rodrigo Sánchez, protagonista de la historia ICAL

ICAL

Aunque apenas tiene año y medio, Rodrigo ya apunta sus maneras de niño vivaz y avispado. Después de un amanecer lleno de emociones, el Día de Reyes Magos no puede ir mejor. Los menores juegan con sus regalos y los adultos disfrutan del ambiente festivo. De pronto, se oye un grito. Teresa, su madre, acude de inmediato y ve, con horror, cómo el labio superior de su hijo se hincha a ojos vista hasta casi llegar a cubrir su nariz.

No es el guión flojo de una película para la sobremesa del sábado, sino la historia real de una familia que averiguo hace una década de esa forma tan abrupta que su hijo era alérgico a los frutos secos después de que el mero hecho de tocar una chuchería le provocara un impresionante angioedema. “El labio superior era como una ampolla gigante. Cogí el envoltorio de lo que él había tocado y salimos corriendo hacia el hospital. Allí nos dijeron que fue una suerte que solo lo hubiera tocado porque, si no, habría sido necesario intubarlo. Ahí descubrimos que existía una cosa que se llama alergia a los alimentos”, explica la madre de Rodrigo, Teresa Miguel, delegada en Zamora de la Asociación Española de Personas con Alergia a Alimentos y Látex (Aepnaa).

“Le hicieron un test en el brazo y le salió una alergia severa a los frutos secos. La segunda prueba en sangre le salió también muy alta. Con un año y medio, no se suelen probar los frutos secos pero sí chucherías o cosas de chocolate que sí los contienen y así nos enteramos”, añade.

Lo cierto es que, a pesar de que unos dos millones de personas en España padecen algún tipo de alergia alimentaria, con especial incidencia en menores de catorce años, este tipo de reacciones adversas llevadas a sus últimas consecuencias siguen resultando muy desconocidas para la mayoría de la gente.

Lo habitual es confundir la intolerancia con la alergia, una de las primeras puntualizaciones necesarias al tratar dos conceptos diferentes. “Hasta que no nos toca de cerca, no nos concienciamos de lo que supone. Para entendernos, la intolerancia afecta al aparato digestivo y la alergia, al inmunológico. Puede que confundamos algunos de sus síntomas”, indica Teresa Miguel. “Una intolerancia puede provocar náuseas, vómitos y diarreas, aunque la vida en sí no suele peligrar pero con una alergia, el sistema reacciona de una forma exagerada y es posible que llegue a desencadenar una reacción inmunológica que te puede costar la vida”, advierte.

Al margen de las informaciones sobre alergias estacionales en la sección del tiempo, se suele prestar poca atención mediática a estos asuntos, salvo en casos muy graves. Por ejemplo, las posibles alergias alcanzaron un pico mediático de relevancia nacional a finales del pasado mes de mayo, cuando falleció una niña de cinco años en Palma de Mallorca, aparentemente por una reacción alérgica, aunque los análisis al respecto no han sido concluyentes.

Un leve contacto, un ápice de alérgeno inhalado… Cuando una persona tiene una alergia, el riesgo de que se desencadene una reacción grave que ponga en peligro su vida está siempre ahí. Va mucho más lejos que una alergia a las gramíneas y trasciende al “no es para tanto” que con tanta frecuencia pronuncian los profanos.

A sus once años, hace mucho tiempo que Rodrigo es perfectamente consciente de la importancia de tener en cuenta hasta el más mínimo detalle para evitar las consecuencias de un “schock” anafiláctico. Basta con que el utensilio para servir unos macarrones haya tocado un resto de almendra en polvo o que el pan haya sido horneado en una superficie en la que ayer se cocieron panes de semillas para que la jornada termine en el hospital.

Autoinyector

Hasta un inocente beso de alguien que ha comido turrón hace un buen rato puede provocar problemas. No es fácil de olvidar el sarpullido que le salió a Rodrigo en la cara porque un familiar que había comido turrón le besó. “Los labios estaban marcados, se podía contar el número de llagas en la mejilla, se inflamó”, expone su madre.

Con estos precedentes, Rodrigo tiende a ser precavido a ultranza y minimiza el contacto físico para reducir las posibilidades de que un alimento con efectos devastadores llegue a afectarle. “La mayoría de la gente me saluda y, como mucho, me dan la mano para evitar problemas”, comenta, mientras muestra un autoinyector que lleva siempre consigo. “Es una jeringuilla por si me da un ataque por una reacción alérgica. Me la pongo y aguanto más tiempo hasta que llegue la ambulancia y me lleve al hospital”, explica, mientras enseña la aguja. “Mira. Lo agarro por la mitad, quito el tapón azul, sale la aguja. Me doy un golpe en el muslo, espero diez segundos, lo quito y listo”.

El chaval maneja el autoinyector de epinefrina con una soltura remarcable y describe los pasos con la precisión y la tranquilidad que supone llevar consigo un instrumento que puede salvarle la vida y que, por fortuna, gracias a su responsabilidad y a los desvelos de sus padres, no ha tenido que utilizar nunca.

Cuando se produce un contacto leve con algún alérgeno, un antihistamínico puede bastar para solucionar la papeleta, aunque el viaje al centro de salud suele ser inevitable. “Si hay dificultades para respirar, pitido en el pecho, si sale el angioedema y pudiera verse comprometida la lengua habría que poner adrenalina”, cuenta Teresa.

En cualquier caso, Rodrigo hace una vida normal. No hay nada que no pueda hacer, con la salvedad de mantener la precaución especial con los frutos secos, el melocotón y el kiwi. Ha desarrollado unas habilidades sociales que provocan perplejidad en las personas no iniciadas y que se notan en su carácter y hasta en su pulcra forma de escribir. “Cuando se me acerca alguien desconocido le pregunto si ha tocado o comido frutos secos, le explico mi alergia y le pido que, si come algo, tenga cuidado de no tocarme”, indica.

La mayoría de los adultos tienden a no dar una chuchería solo a un niño, sino a repartir para todo el grupo, sobre todo en una fiesta, pero “no sabes qué tiene ese caramelo” y un mero gesto de amabilidad podría costarle la vida a un pequeño. “Esa manía de decir que le dé un beso a alguien. Rodrigo, o no besa y parece mucho más esquivo o pregunta qué ha comido y si se ha lavado esa persona”, detalla la delegada en Zamora de Aepnaa.

En general, la gente suele ser respetuosa y tiene cuidado, incluidos los adultos, aunque es, precisamente, en ese ámbito en el que los padres deben hacer uso de su capacidad de adaptación y de su paciencia, ya que es frecuente que las advertencias sobre la alergia de Rodrigo sean recibidas con incredulidad y un “no será para tanto” como valoración. “Sí se oye. La familia, en general, está acostumbrada a trabajar mucho de forma previa el ambiente al que vas a ir. No dejamos casi nada al azar”, reconoce.

Aunque asegura que le da algo de corte hablar en público, Rodrigo tiene desparpajo. Se levanta a las ocho de la mañana, desayuna un yogur y galletas sin frutos secos; saca, “como poco”, siete sobresalientes de diez asignaturas, en dura liza intelectual con uno de sus compañeros de clase pero no se define en absoluto como empollón.

Presenta un nivel de responsabilidad netamente superior al de sus amigos, que le comprenden y le respetan, al igual que sus profesores del colegio Riomanzanas, en la capital zamorana. “Nosotros no hemos tenido ninguna dificultad pero hemos pasado por un proceso por el que todos pasamos. Por primera vez, recibes a un niño que tiene que portar adrenalina y el miedo existe. Pero en el colegio, desde el primer día se ha custodiado la adrenalina, todo el mundo ha querido aprender cómo funcionaba y a Rodrigo se le ha considerado en todas las actividades”, subraya Teresa.

Dentro de menos de tres meses, Rodrigo empezará a estudiar en el instituto, por la rama de ciencias, y su futuro apunta hacia alguna disciplina relacionada con animales o paleontología.

Información

Sus padres han sabido adaptarse con paciencia a un mundo en el que la información lo es todo para que Rodrigo no deje escapar ninguna oportunidad al mismo tiempo que vigila su bienestar. Hace unas semanas, hizo un viaje de estudios a Edimburgo (Gran Bretaña) y todo estaba previsto, con la ayuda de su padre, Miguel, que se unió a la expedición como apoyo. Hasta la compañía aérea con la que voló estaba adherida a un protocolo en virtud del cual no venden frutos secos durante los trayectos ni permiten que los pasajeros consuman los que puedan traer consigo.

Además, lleva siempre la documentación con su último informe alergológico y una pulsera de látex serigrafiada con láser de tal forma que recoge de forma indeleble su nombre y apellidos, los teléfonos de sus padres, el grupo sanguíneo y la descripción de sus alergias.

Su hermana, Adriana, fue alérgica a la proteína de la leche “y lo superó”, pero Rodrigo presenta una alergia cronificada a los frutos secos que no parece que vaya a remitir, si bien no se descarta que pueda hacerlo la relacionada con el kiwi y el melocotón.

Entretanto, todas las personas afectadas valoran positivamente los avances en el etiquetado, la variedad de posibilidades, los precios y la concienciación social pero “queda mucho por hacer todavía” en distintos frentes.

A la hora de comer fuera, es tan sencillo como pedir una ensalada y un filete o un par de huevos hechos en una sartén lavada a conciencia, para lo que no se precisan tres estrellas Michelin. “No pedimos nada del otro mundo. Una sartén y un utensilio limpio basta para no tener problemas”, rubrica.

El reto inmediato es la evolución hacia el instituto, donde Rodrigo contará con un mayor grado de autonomía y deberá llevar consigo el autoinyector de adrenalina y esperar que todo salga lo suficientemente bien como para no tener que usarlo jamás. Entretanto, la investigación médica sigue su curso y la formación y concienciación social, el suyo.

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