Xavier Güell, en Toledo: «Terezín, un milagro en mitad de la barbarie»

El director de orquesta y escritor barcelonés presenta este jueves, a las 19.30 horas en la Librería Taiga, su última novela «Los prisioneros del paraíso»

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«La literatura debe perturbar y despertar a los lectores. Y nada más fuerte que situarles y explicarles lo que sucedió en Theresienstadt». Así comienza la conversación que el director de orquesta y escritor Xavier Güell (Barcelona, 1956) ha mantenido con ABC con motivo de la presentación el jueves, a las 19.30 horas en la Librería Taiga de Toledo, de su última novela «Los prisioneros del paraíso» (Galaxia Gutemberg).

Pero, ¿qué fue Theresienstadt? Según cuenta el autor, fue un campo de concentración en la población checa de Terezín, a 80 kilómetros de Praga, en el que morían entre 100 y 150 personas semanalmente como consecuencia del hambre, de las torturas, de las ejecuciones y de las epidemias de todo tipo.

Fue un gueto desde donde salía cada semana -los martes y a veces los jueves- un tren con un mínimo de 1.000 prisioneros con destino a Auschwitz y a otros campos de exterminio del este de Europa. Por este campo de concentración pasaron más de 15.000 niños, de los cuales solo sobrevivieron 150.

Portada del libro
Portada del libro

Allí -y este es el leitmotiv de «Los prisioneros del paraíso»- se reunieron como prisioneros los más importantes artistas judíos centroeuropeos del momento, entre los que destacaron nombres como Hans Krasa, Gideon Klein, Pavel Haas o Viktor Ullmann, todos ellos compositores musicales y protagonistas de esta novela. «Para mí ha sido apasionante poder relatar la fuerza y el coraje de vivir que todos ellos tuvieron a la hora de enfrentarse a las más difíciles condiciones, en una franja en la cual la vida y la muerte es tan delgada que todos ellos no sabían si al día siguiente seguirían vivos», afirma Xavier Güell.

Según explica el autor, en Terezín estaba todo prohibido. «No sé podían visitar los barracones de los hombres y de los niños, caminar por las aceras, salir después del toque de queda, escribir más de una carta al mes con un máximo de 30 palabras, fumar, cocinar o poseer medicamentos. Cualquier infracción, por pequeña que fuera, significaba una muerte segura».

Sin embargo, este lugar albergó a los más grandes artistas judíos de su tiempo y se convirtió en el centro artístico más importante durante los últimos años de la Segunda Guerra Mundial. «Fue una especie de Festival de Salzburgo, ya que en Terezín estaba concentrada toda la inteligencia europea y los nazis lo aprovecharon en la medida que se veían obligados a mostrar lo que estaba pasando en los campos de concentración», asegura Güell.

Los nazis, y el ministro de Propaganda del Tercer Reich a la cabeza, Joseph Goebbels, diseñaron para Terezín «una especie de campo de concetración humano donde se trataría bien a los judíos». Para organizar esta «farsa», cuenta el autor, lo que hacen es embellecer el recinto y permitir a todos sus prisioneros que desarrollen sus actividades artísticas, de tal manera que dentro de sus muros se introducían no menos de cinco eventos culturales diarios (conciertos, óperas, representaciones teatrales, caberet). «Un milagro en mitad de la barbarie», subraya.

De todos estos hechos, los nazis rodaron una película, que fue encargada a uno de los prisioneros, el célebre director de cine Kurt Gerron, que la filmó y la tituló «Hitler regala una ciudad a los judíos». Con ello, tal y como señala Güell, «lo que quería el Tercer Reich era presentar esta farsa para convencer a los representantes de la Cruz Roja Internacional que visitaban el campo de Terezín de que el campo de concentración no era, como se decía, un lugar de muerte, de asesinatos y torturas, sino un sitio idílico donde se permitía a los judíos vivir en una especie de paraíso, permitiéndoles todo tipo de actividades».

«Nada más lejos de la realidad», asegura el también director de orquesta. «El arte y la música solo le sirvió a todos estos artistas en el campo de Terezín para mantener la esperanza hasta el final de sus vidas, antes de morir la gran mayoría en Auschwitz». Además, añade, «estos artistas consiguieron trasladar al resto de prisioneros una pulsión, una necesidad de entender la vida como algo que se puede renovar hasta el último momento, ya que la música, la literatura y el arte en general ayudan a enfrentarte y encontrarte a ti mismo, incluso en las peores circunstancias».

¿Cómo un pueblo tan amante del arte, como el alemán, fue capaz de las mayores atrocidades? El escritor intenta dar una respuesta a esta difícil pregunta en su novela. «Alemania, como gran heredera de la Grecia clásica, era el centro neurálgico de la cultura y del espíritu de su tiempo. Sin embargo, todos tenemos dentro dos melodías interiores: una buena nos acerca a ese sonido global de la naturaleza que vibra y nos dice que debemos acercarnos al otro y vivir junto a él con compasión. Y, por otro lado, una melodía mala, que nos enaltece y nos hace ocupar el mundo que nos rodea desde el egocentrismo acompañado de la pasión, que llevada al extremo puede hacernos cometer barbaridades».

De este modo, Güell llega a la siguiente conclusión: «La pasión sin compasión es algo limitado e incompleto. Los nazis tenían pasión, pero ni mucho menos tenían compasión. Esto es lo que llevó a los nazis a ser grandes amantes de las artes y, a la vez, cometer las mayores atrocidades de la historia de la humanidad».

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