Esperanza Aguirre asiste al acto de presentación de su retrato en el Senado
Esperanza Aguirre asiste al acto de presentación de su retrato en el Senado - Ignacio Gil
OPINIÓN

Los retratos de sus señorías

El Senado viene encargando retratos de una serie de personalidades de la política para exhibirlos en un museo

PEDRO ANTONIO GONZÁLEZ MORENO Actualizado: Guardar
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De cuando en cuando salen a la luz algunas de esas noticias que nos llenan de perplejidad, si no de rubor, y que demuestran que vivimos en un país irreparablemente escindido: por un lado están los que gobiernan (o que deberían hacerlo) y por otro los gobernados (o que deberían estarlo). Dos clases de ciudadanos cuyos caminos discurren por raíles de realidad bien diferentes y que sólo se cruzan, de tarde en tarde y cíclicamente, a pie de urnas. O recurriendo a una clasificación más expresiva, por un lado están los que se hacen fotografías en un fotomatón callejero, y por otro los que encargan su retrato a un profesional del óleo y del pincel. Se trata de una catalogación burda y grotesca, pero que viene a ilustrar la imposible conciliación de las diferencias de clase.

Resulta que, desde hace años, la Cámara del Senado viene encargando retratos de una serie de personalidades de la política para exhibirlos en un museo que pretende ser una galería de expresidentes y otras ex-figuras que han detentado altos cargos desde la instauración de la democracia. Casi 40 son ya las ilustres efigies que pueden contemplarse, entre ellas las de 5 presidentes que fueron del Gobierno, 8 que lo fueron del Senado, y una veintena larga de senadores de muy distinto pelaje y condición: entre estos últimos, se encuentra el muy fotogénico don Camilo José Cela, que para ludibrio de la propia institución, se pasó buena parte de sus sesiones sesteando, como si hubiera pretendido demostrar, con su peor buena fe, que para eso, entre otras inutilidades mayores, se creó la llamada Cámara Baja. Una institución que, además de para nada, sirve para proporcionar un retiro digno y dorado -y unas suculentas dietas- a muchos de quienes ya abandonaron el ejercicio activo de la política.

Cada uno de esos retratos, ya sean realizados en versión artesanal de óleo o en formato más mecánico de fotografía, le cuesta al Estado miles e incluso decenas de miles de euros. Lo que aún no se sabe es si el precio se fija en función de los méritos curriculares o las virtudes que adornan al modelo, o quizá depende del grado de fotogenia de sus rasgos faciales. Lo que sí sabemos ahora es que semejante costumbre, la de retratar pacientemente a Sus Señorías, es un despilfarro en toda regla, por no decir un caso de dilapidación flagrante del erario público.

El hecho sí parece, al menos, de una inmoralidad pasmosa, porque mientras la política de recortes ha afectado a algunos de los servicios más básicos, mientras se han cerrado los grifos presupuestarios para la cultura, mientras la gente sigue haciendo malabarismos domésticos para estirar un poco sus sueldos y sus pensiones hasta finales de mes; mientras las colas en el INEM y en los comedores sociales son cada vez más nutridas, y mientras los impuestos, directos o indirectos, no paran de subir, y los radares siguen multiplicándose por carreteras y ciudades en aras de una feroz política recaudatoria…, mientras tanto, el gasto público continúa derrochándose en inversiones tan rentables como la citada. Y es que Sus Señorías consideran muy útil y beneficioso para la salud democrática de un país que, una vez abandonados sus cargos, sus popularísimas jetas figuren en una galería de momias diplomáticas, lo cual no deja de ser un recomendable antídoto contra el olvido.

Y a algunos de ellos, preguntados por lo oportuno y necesario de semejante proyecto, no se les han ocurrido argumentos más solidarios que el de asegurar, con su mejor y más beatífica sonrisa, que se trata de una tradición que ha de respetarse y, por supuesto, continuar; una tradición y un reflejo de la historia reciente de España, de la que ellos son la cabeza visible, mientras que a los demás les ha tocado ser las sufridas y anónimas espaldas sobre las que esa historia se ha ido construyendo. Pero lo que ellos silencian y nosotros no ignoramos, es que a algunas de esas cabezas visibles, y no necesariamente bien amuebladas, se deben también muchos de los desmanes que por aquí se han cometido a lo largo de las últimas décadas.

Decenas y cientos de miles de euros invertidos en una inútil galería de espectros, que lo único que exhibe es el narcisismo y el afán de vanagloria de esta nueva clase política, en general tan mediática como mediocre, que primero pretendió perpetuarse en sus cargos y ahora también pretende perpetuarse en las galerías de la historia. Lo primero lo consiguieron gracias a la ayuda de las cámaras y al relumbrón de los flashes, y lo segundo lo pretenden conseguir gracias al óleo, que es una técnica mucho más lenta, más noble y perdurable.

Algunos de ellos propusieron y fomentaron públicamente políticas de austeridad, y alguna vez, en tiempos de crisis, les hemos oído aquella frase (tan incontestablemente solidaria) de que «hay que arrimar el hombro»: una frase que tal vez se haya convertido en el lema más vacío y más hipócrita de su huera oratoria. Sin embargo, ellos, Sus Fotogénicas y Solidarias Señorías, no han tenido reparo alguno en posar para la posteridad por unas cuantas decenas de miles de euros, a sabiendas de que la mejor inversión para un país es siempre la que empieza por uno mismo y por el cultivo de su propia imagen. «Y el que venga detrás que arree», como dijo el propio don Camilo en otra de sus más conocidas frases lapidarias.

Pedro A. González
Pedro A. González
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