Esbozos para una crónica negra de antaño (XXXVIII)

Un incendio arrasa el penal de Ocaña, ningún preso fugado

El siniestro comenzó poco antes de las seis de la tarde del 12 de abril de 1922 en el taller de espartería del reformatorio.

Uno de los dormitorios que quedó totalmente destruido por el fuego (Foto, Julio Duque. “ABC")

Por Enrique SÁNCHEZ LUBIÁN

En la tarde del 12 de abril de 1922, Miércoles Santo, una alarmante noticia comenzó a propagarse por la ciudad de Toledo : el reformatorio de adultos de Ocaña estaba siendo devorado por un gran incendio . En Zocodover, numerosos toledanos que habían asistido al Miserere cantado en la Catedral se concentraban deseosos de conocer detalles de cuanto ocurría. El gobernador civil, señor Martínez de Avellanosa , informaba de que el fuego se estaba propagando de forma extraordinaria y creía que el penal quedaría convertido en un montón de cenizas. El alcalde, Luis Mateo, puso a su disposición los bomberos de la capital para cuanto se precisase. En tanto, el jefe de la comandancia de la Guardia Civil ordenaba que desde todos los puestos limítrofes a Ocaña se vigilasen las carreteras y caminos por donde pudieran evadirse algunos de los cuatrocientos quince reclusos que en aquellos momentos acogía el reformatorio. Para solventar tal eventualidad, así como colaborar en las labores de extinción se pidieron fuerzas de seguridad a Aranjuez y Madrid. Las llamas eran visibles a decenas de kilómetros de distancia.

Fachada del reformatorio de adultos de Ocaña antes de registrarse el incendio (Archivo Municipal de Toledo)

El siniestro había comenzado poco antes de las seis de la tarde en el taller de espartería del reformatorio. Un oficial del mismo, Mariano Ballesteros , fue el primero en percatarse del humo que salía de allí. Para conocer su alcance subió a uno de los tejados, comprobando que las llamas estaban tomando carácter alarmante y amenazaban con destruir todo el edificio. Por efecto del viento, las mismas le alcanzaron, produciéndole quemaduras. Para no quedarse aislado, descendió del tejado valiéndose del cable del pararrayos.

Tras recabar refuerzos militares al regimiento de Gravelinas, el director del reformatorio, Teodorico Serna Ortega , se reunió con los reclusos pidiéndoles su colaboración. «Yo –les dijo, según se recogía en una crónica periodística- siempre fui noble y generoso con vosotros, […] en estos momentos sed vosotros conmigo fieles y leales». Después los trasladó a un lugar contiguo, conocido como «la huerta», quedando vigilados por la tropa. En el lugar se habilitó un cobertizo para acoger a cuatro internos rescatados de la enfermería.

Grupo de reclusos reunidos en la huerta del reformatorio tras el siniestro (Foto, Alfonso. “Mundo Gráfico”)

Alarmada por las llamas, una muchedumbre se trasladó hasta el penal con intención de colaborar en su extinción y en mantener el orden. Las fuerzas de Infantería rodearon el edificio impidiéndoles la entrada. Enormes columnas de humo y llamas gigantescas recorrían los tejados, afectado a ocho dormitorios, la clínica, la escuela y la capilla. Como se carecía de agua, los esfuerzos para controlar el incendio eran ineficaces. Para evitar que el fuego se trasladase a otros pabellones, treinta voluntarios de la población penal, armados con picos, subieron a la cubierta para desmontarla, evitando su propagación por otras dependencias penales. Mientras tanto, los funcionarios del reformatorio consiguieron poner a salvo la caja y la documentación administrativa, entre ella, las cartillas de ahorro de los reclusos.

Montaje fotográfico mostrando los daños registrados en el penal

A las diez de la noche llegó desde Aranjuez un escuadrón de Caballería que estableció un servicio de vigilancia cerca de los reclusos para evitar tentativas de fuga. Dos horas después hizo entrada en Ocaña un tren especial de socorro venido desde Madrid en el que iban cincuenta bomberos dotados con bombas de vapor, una escala «Magirus» y mangaje, una compañía de la Guardia Civil, así como varios agentes de las fuerzas de Vigilancia y Seguridad. Voluntarios con caballerías, carros y automóviles les esperaban en la estación para trasladarles al lugar del incendio. Desde Madrid, varios expresos, con destino a Andalucía y Cartagena, incorporaron vagones vacíos para ser trasladados a Ocaña por si era preciso que los reclusos pasasen la noche en ellos.

A partir de ese momento, y gracias a la entrada en funcionamiento de las bombas traídas desde Madrid, las llamas comenzaron a ser controladas . En la madrugada, dado las bajas temperaturas y considerando que el peligro había disminuido, los reclusos fueron trasladados a otras dependencias penales de reciente construcción. A primeras horas de la mañana, el fuego había sido casi extinguido. Un centenar de presos comenzaron a apagar los pequeños focos que aún ardían y desescombraban la clínica, los talleres de espartería y juguetería, los dormitorios destruidos y la capilla. En este último recinto, la caída de su techumbre a punto estuvo de alcanzar a dos bomberos. Milagrosamente, se resaltaba en todos los periódicos, que del mobiliario de la misma solamente se había salvado un crucifijo colgado en una pared. Recuperada cierta normalidad, cuando se pasó lista a los reclusos, pudo constatarse que ni uno solo de ellos había aprovechado el siniestro para fugarse. Además, al igual que entre el personal que tomó parte en las labores de extinción, ninguno resultó herido. Cuantos de ellos participaron en estos menesteres fueron premiados con un vaso de vino.

Al día siguiente, las autoridades penitenciarias ordenaron el traslado de los reclusos que habían quedado sin dependencias a las prisiones de Cartagena, Valencia y El Puerto de Santa María . Para evaluar la magnitud de los daños, se desplazó hasta Ocaña una delegación del ministerio de Gracia, encabezada por el subsecretario Justino Bernard. Las pérdidas fueron cuantificadas en medio millón de pesetas. El representante ministerial entregó 414 pesetas al director del reformatorio para que se mejorase el rancho que habría de prepararse el Domingo de Pascua. Asimismo adelantó la posibilidad de estudiar alguna recompensa para los reclusos que más se habían distinguido en las labores de extinción.

Una de las aulas del reformatorio de Ocaña, que desde 1914 estaba orientado hacia la reinserción de presos menores de treinta años (Archivo Municipal de Toledo

Solventado el siniestro, en los periódicos se valoró la actitud mantenida por los penados y el hecho de que ninguno de ellos desapareciese, iniciándose una campaña pidiendo medidas excepcionales de gracia para ellos. «Entre los recluidos –se decía en “La Correspondencia de España- había gentes de todos los puntos de España, que purgan en el presidio toledano la comisión de los más variados delitos: ladrones audaces, pistoleros de los sindicatos catalanes, homicidas, soldados condenados por rebelión [en referencia a los condenados por un motín anarquista registrado en el cuartel del Carmen de Zaragoza en 1920], hombres de moral degradada… La mayoría de ellos gentes audaces y resueltas, estimuladas en los momentos del siniestro por un amor supremo: el amor a la libertad. Una voz, un gesto de rebeldía, una acción decidida por parte de un pequeño grupo y los cuatrocientos y pico de penados hubieran podido fácilmente lanzarse a las puertas, apartando a su paso, por los medios más crueles, a quienes se opusieran a él, y en poco tiempo ganar caminos y refugios para huir o para ocultarse. No lo hicieron».

Desde las páginas del diario «La Acción» se resaltaba que tal actitud avalaba el trabajo de reinserción que en el reformatorio se estaba realizando, siguiendo las directrices de las teorías penitenciarias de Concepción Arenal y poniendo al frente del mismo a hombres de cultura que trocaban «la vara por el afecto y los «grillos» por la simpatía, que sujeta mucho más que aquellas cadenas de tortura y crueldad”.

En noviembre de 1914 la «Gaceta de Madrid» había publicado un real decreto por el que la prisión central de Ocaña, que había sido instituida en la localidad toledana en 1883, se transformaba en reformatorio de adultos, acogiendo a menores de treinta años con condenas de hasta seis años y un día. Su finalidad era contribuir a la reinserción de los penados mediante la realización de trabajos productivos, la enseñanza y la educación física, recompensándoles por la observancia de buena conducta. Esta filosofía pretendía trasladar al régimen penitenciario español experiencias de otros países, apoyándose, además, en la labor formativa que desarrollaba la Escuela de Criminología de Madrid, donde bajo influjo de la Institución Libre de Enseñanza y el regeneracionismo, se estaban formando nuevos profesionales de prisiones.

Las peticiones de clemencia no tardaron mucho en hacerse realidad. El 31 de mayo, el Alfonso XIII firmaba los decretos de los ministerios de Guerra y de Gracia por los que se concedían indultos reduciendo penas a los veinticinco presos que más se habían distinguido en las labores de extinción, siempre que no fuesen reincidentes y hubiesen observado buena conducta. La medida no afectaba a los que ya hubieran obtenido la libertad condicional. En el texto de la disposición se reconocía que a pesar de que las circunstancias del incendio brindaban a los reclusos coyuntura propicia para la huida, «todos con el mayor orden, disciplina y decisión, y obedeciendo las disposiciones de sus jefes, se lanzaron al peligro para cortar el incendio y con sus arriesgados trabajos evitaron que el establecimiento quedara reducido a cenizas». Se indicaba, además, que esa actitud demostraba el grado de enmienda y redención conseguida en el reformatorio en los pocos años que llevaba funcionando como tal.

Dos meses y medio después de registrarse el incendio, las Cortes dieron luz verde a un suplemento de crédito de 430.000 pesetas, en los presupuestos del ministerio de Gracia para afrontar las obras de reconstrucción de los pabellones y utensilios destruidos por el incendio. Un mes después el Consejo de Ministros aprobaba el correspondiente proyecto de obras y a mediados de agosto las mismas fueron adjudicadas, comprometiéndose el contratista a tener cubierto el edificio en un plazo de cuatro meses, antes de que comenzase la temporada de lluvias.

Con la finalidad de comprobar el estado de las obras de reconstrucción del reformatorio, en marzo de 1923 el director general de Prisiones, Juan Izquierdo, visitó Ocaña. Allí, además de constatar cómo iban las labores, mantuvo un encuentro con un grupo de reclusos que al entrar en el penal no sabían leer ni escribir y ahora estaban realizando un examen, comprometiéndose a remitirles una colección de libros. También entregó cincuenta pesetas a los maestros para que premiasen a los educandos. En las crónicas periodísticas se destacaba que esta labor pedagógica era consecuencia de la que en patios y talleres desarrollaban los ayudantes y oficiales dirigidos por Teodorico Serna.

Tras prestar servicios en Ocaña, Teodorico , quien ingresó en el Cuerpo de Prisiones el 27 de noviembre de 1906 y anteriormente también había estado destinado en la prisión provincial de Toledo, fue nombrado director de la cárcel Modelo de Madrid y de los penales de Cartagena y Alicante. En este último tuvo la responsabilidad de custodiar a un preso singular, José Antonio Primo de Rivera. A finales de julio de 1936 fue cesado, siendo asesinado pocos días después en Madrid. Ya fallecido, y como antiguo director del centro penitenciario alicantino, fue uno de los encausados en el proceso contra el fundador de la Falange, considerándose que había sido condescendiente con él.

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