Santiago Sastre - Opinión

Los sonetos del fuego de la vida de María Luisa Mora

«Su poesía tiene una fuerza especial porque consigue emocionar y conmover a los lectores y pone de relieve la fuerza transformadora de la poesía, porque sus versos no son cáscaras vacías o frases rimbombantes, sino que están llenos del fuego de la vida, de belleza, sobre todo de algo con lo que podemos identificarnos»

Santiago Sastre
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Toda la poesía de María Luisa Mora publicada hasta el 2013 se agrupó en el volumen El pan que me alimenta. A partir de ese año aparecieron Simulacro cero (premio Nicolás del Hierro en el 2014) y acaba de salir ahora Soneto de invierno, poemario número catorce de una de las obras poéticas más consolidadas en el ámbito nacional.

El título valleinclanesco (Valle-Inclán escribió su célebre Sonata de invierno) advierte que se trata de un libro de sonetos, de esa célebre composición poética de origen italiana que con tanto acierto cultivara Garcilaso de la Vega. A raíz de un consejo del poeta Amador Palacios, la poeta de Yepes decidió elaborar un libro enclaustrado tras los catorce barrotes o versos del soneto.

Muchos poetas escriben sonetos pero prestan tanta atención al aspecto formal que descuidan el contenido, y por eso resultan forzados o artificiales. En este libro Mora demuestra que domina la técnica y que expone con naturalidad su vida de forma auténtica y emocionante igual que ha hecho con el verso libre. La alusión a la estación del invierno guarda relación con el frío que lleva consigo el hecho de vivir. A veces se dice que el tiempo todo lo cura. Pero esto no es verdad cuando se trata de heridas profundas en las que las plaquetas no consiguen coser una cicatriz. En estos versos está presente el fallecimiento de su hija Verónica (que murió con apenas treinta años), que hace que tenga «un corazón de madre herida». Por otro lado ese invierno también refleja la visión pesimista de la poeta, que tiene que ver con la tristeza, el miedo, la monotonía y la soledad. El libro está dedicado a sus hijos y a sus nietos y en los poemas rinde tributo a los amigos, que con su cercanía ayudan a espantar el frío del invierno. El libro cuenta con unas imágenes literarias muy poderosas. Por citar algún ejemplo: el viento clava su lanza, me quedo callada y quieta como un viejo roble, «esperanza es aquello que yo espero. Dios no está en el sitio en el que estaba», soy mi propio templo, no se apaga el impulso de abrazar o besar a un desconocido.

Mora insiste en que la poesía no sólo es un ejercicio estético sino también ético, porque debe ayudar a humanizarnos, a agrandar el corazón y los sentidos, a vivir con más dignidad. Reivindica la escritura como un ejercicio de amor a una vocación y al mundo, por encima del deseo lógico del escritor de tener éxito. El poemario termina de forma machadiana, con un brotar, llegan las hojas de la primavera (como en el poema al olmo seco de Machado). El último soneto está dedicado al profesor que tuvo Mora en el colegio y que la animó a escribir poesía. ¡Qué importante esta labor humilde y constante de tantos maestros que han influido en nuestras vidas!

Su poesía tiene una fuerza especial porque consigue emocionar y conmover a los lectores (tiene muchos, como lo demuestra su presencia en las redes sociales) y pone de relieve la fuerza transformadora de la poesía, porque sus versos no son cáscaras vacías o frases rimbombantes, sino que están llenos del fuego de la vida, de belleza, sobre todo de algo con lo que podemos identificarnos. Gracias a poetas como Mora es posible afirmar, parafraseando un conocido verso de Luis Rosales, que la casa de la poesía está encendida.

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