Un Lazarillo con música

«Es extraordinario el espectáculo teatral en su conjunto y en todos los momentos. Campos/Montón han encontrado un estilo propio, una estética popular pero no populachera»

Antonio Campos y José Luis Montón ABC

Por ANTONIO ILLÁN ILLÁN

El Lazarillo de Tormes que suben a las tablas Antonio Campos y José Luis Montón es una atinada y realista selección de las andanzas y reflexiones del héroe de la novela, pero no la novela picaresca en su totalidad; es la puesta en escena de Antonio Campos, muy bien trabajada con Lluis Elías y excelentemente complementada con el aporte musical de José Luis Montón. El resultado es un espectáculo atrayente, que sabe entresacar la esencia de un clásico, ofrecida con un excelente aliño interpretativo (Campos) y musical (Montón), que puede ser admitido, entendido y aplaudido por todo tipo de públicos, desde los escolares a los adultos.

Antonio Campos, con toque de Fontseré y del Brujo , pero sobre todo con versatilidad, dominio del gesto, el movimiento y la coreografía, su buena capacidad narrativa y su facilidad para cambiar de registro, ofrece una función de acuerdo a su manera empática de entender el teatro. Junto a él, José Luis Montón con la guitarra es el permanente guiño aflamencado que acompaña, relaja y distiende.

La historia que nos cuenta Campos se detiene con detalle en algunas de las anécdotas que le suceden a Lázaro en su niñez y con algunos de los diferentes amos. Narra/representa los inicios en Salamanca, la mayor parte de la peripecia con el ciego y con el clérigo de Maqueda, unas pinceladas de Lázaro en Toledo con el hidalgo y luego en el oficio de pregonero de vinos. Puede parecer poco, sin embargo el espectáculo queda bien complementado con la música que acompaña, con los números que el mismo actor canta y por los comentarios de cosecha propia del ingenio y del oficio teatral del intérprete (que pueden parecer improvisaciones pero no lo son), que sabe muy bien cómo dejar satisfecho al público.

Antonio Campos se vale de un texto del siglo XVI cuyas lecciones están perfectamente vigentes. El Lazarillo es el retrato de una sociedad en transición que está cambiando unos valores obsoletos por otros más modernos. La necesidad y la peripecia del hambre son el motor que mueve al Lazarillo y esto es pureza. Así mismo, se plantea de forma irremediable el problema de la realidad frente a la apariencia. «¡Cuántos debe de haber en el mundo que huyen de otros porque no se ven a sí mismos!». La realidad del Siglo de Oro y la actualidad se dan la mano a través del humor y la ironía que rezuma el propio texto y que se acentúa con toques de bulerías, fandangos o soleares que tienen su propia voz entre las cuerdas flamencas y los dedos de José Luis Montón.

El Lázaro de Campos es el infrahombre elevado a héroe, el hijo de ladrón y de mujer amancebada con un esclavo negro, un antihéroe, en suma, que escala peldaños en la sociedad hasta llegar a tener el oficio de pregonero de vinos en Toledo. Es el astuto pícaro que, pasando de amo en amo, sufría la hambruna del pobre Siglo de Oro, que, luego, cuando consigue una vida con oficio y más llevadera, resume su visión de la realidad y se presenta como un insignificante «don nadie». Identifica muy bien lo bueno con lo material, es decir, con comer, con sobrevivir con la dignidad que da un oficio y un matrimonio, que va más allá de las habladurías de la gente, a las que no hay que hacer caso «para triunfar».

Hay que significar también que el trabajo del actor no se reduce a poner voz a Lázaro, sino que se desdobla en un muestrario de figuras, como la madre (de quien logra solo con la postura corporal una interpretación genial, el amante negro de la madre, el ciego, el avaro cura de Maqueda –sorprendente y magnífica creación- o las breves pinceladas de otros, como el hidalgo hambriento de Toledo. Va y viene Campos por el escenario, de un personaje a otro; se burla el actor de sí mismo, como el personaje se burla de su sufrimiento montado en el brioso corcel de la inventiva para no morir de hambre ni de sórdida soledad. Quizá hay un poco del humor negro de la miserable España y la crítica implacable hacia el autoritarismo clerical y la tiranía de cualquier abuso de poder. Sin embargo el marginado social se incorpora a la sociedad. Todo resulta muy normal, muy creíble, muy sencillo, muy comprensible y muy distendido, pues las durezas y penurias de Lázaro se ablandan con las intervenciones musicales de Montón a la guitarra y del propio Campos al cante.

Es extraordinario el espectáculo teatral en su conjunto y en todos los momentos. Campos/Montón han encontrado un estilo propio, una estética popular pero no populachera. Teatro en estado puro que bebe del bululú. Texto y música. Historia narrada y contexto imaginativo. Música como elemento clave para réplica al actor, como un personaje más. Y el ritmo. El ritmo es importante en esta propuesta. Está el ritmo o los ritmos de la música, el ritmo al caminar la figura itinerante del Lazarillo, el ritmo al hablar o al recitar, al bailar, al cantar, el propio ritmo del espectáculo, con sus cesuras y sus aceleraciones, el ritmo gestual. Esta es la clave interpretativa: el ritmo.

Si el texto y el personaje del pícaro son ya interesantes en lo narrativo, son más llamativos con la interpretación de Antonio Campos, que acumula recursos muy significativos de expresión corporal que son mensajes en sí mismos. Es un verdadero hombre orquesta: baila, canta solo y a dúo con Montón , juega con las manos, con la cara, con el andar, con el ropaje.... Se aprecia que interioriza al personaje y lo encarna con convicción, con naturalidad, sin exageración, y también que sale de él sin que se produzca una caída al abismo.

Antonio Campos con el Antonio Illán, colaborador de ABC y autor de la crítica

Hablar de escenografía en esta obra es hacerlo de unos detalles nimios casi meramente simbólicos, un cuadrado de palos en el suelo, que viene a significar estar dentro de la historia literaria o salirse de ella. La iluminación acaso pudiera dar más juego. El vestuario, ecléctico e imaginativo, sirve más para utilizarlo como herramienta en la figuración de los diversos personajes, que como un convencional hato de pícaro. Teatro desnudo y primitivo, esencial, muy propio de épocas de crisis.

El Lazarillo es una obra cumbre de la literatura española, de valores eternos y lecciones universales, plena de realismo, y tan válida para la sociedad de la época en que se compuso como para la nuestra hoy. Es de agradecer apuestas como la de Antonio Campos y Albacity Corporation, que difunden un clásico actualizado y motivador.

Excelente idea la de que esta obra gire entre los públicos jóvenes y excelente también para cualquier escenario y cualquier público que ame la cultura, la buena literatura y el buen teatro.

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