Manuel Marín

Una reforma de juguete

¿Una nueva Constitución? Antes sería precisa una nueva concordia

Manuel Marín
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Es probable que el PP haya entreabierto la opción de una reforma constitucional a sabiendas de que difícilmente podrá ser acometida en una legislatura tan convulsa, y con el ánimo evidente de sacudirse de encima esa imagen de partido terco, inmovilista, apático y ajeno a la evolución de nuestra democracia. Se ha extendido como una mancha de aceite la necesidad de afrontar una profunda reforma de la Carta Magna sobre la teoría de que, casi 40 años después, ha quedado obsoleta y averiada. Desde hace ya una década, España es víctima de la metódica elaboración de un discurso destructivo del espíritu de la Transición, y de un revisionismo sectario que, a fuerza de repetir dogmas sistemáticos sobre los errores y carencias de la Constitución, pretenden imponer una quiebra de la unidad nacional.

Reformar la Carta Magna puede ser necesario. Incluso imprescindible, para adaptarla a nuevas exigencias políticas, jurídicas, sociales y económicas. Replantear las funciones del Senado; aquilatar un sistema de financiación y cooperación entre las autonomías; reordenar algunas de las previsiones que se hicieron en 1978 para la Corona y que hoy deben regirse por criterios de igualdad; asegurar el cumplimiento de objetivos económicos para impedir una España a diecisiete velocidades aún más altas que las de hoy… En todo ello podrán coincidir sin vetos mutuos PP, PSOE y Ciudadanos.

Sin embargo, y siendo relevantes esas hipotéticas reformas, son un juguete, un mero relleno ornamental si se pretenden de equiparar con el obstáculo real que divide a España: la redefinición del modelo territorial. Jamás habría acuerdo alguno porque no hay ambivalencia posible y porque el populismo y el independentismo exigen regular la secesión, el socialismo demanda un Estado federal, y PP y Ciudadanos, una reafirmación de la unidad nacional.

En 1978 la capacidad de cesión y el entendimiento entre partidos antagónicos fueron firmes porque les unía un objetivo prioritario: impedir la perpetuación de una dictadura. El tránsito hacia la democracia se convirtió en un objetivo más relevante que la propia supervivencia de un partido o un líder. Anclaron el andamiaje de la convivencia sobre la fortaleza de una causa común ajena al rencor. Hoy nada es así. Nada une a los partidos salvo el ánimo destructivo del contrario. Objetivamente viven más cómodos con esta Constitución de lo que admiten. En la Transición nadie se proponía «tomar el cielo por asalto» o aniquilar castas. Nadie zanjaba un café protocolario con un «no es no» obsesivo, ni diseñaba cordones sanitarios excluyentes. Nadie planteaba declaraciones unilaterales de independencia… ¿Una nueva Constitución? Antes sería precisa una nueva concordia. Los ingenuos, ¡por favor, pasen a la sala de al lado!

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