Las cárceles españolas albergan a 1.800 enfermos mentales graves

La presunta asesina de Godella está en la enfermería, como el 15 por ciento de quienes tienen patologías severas

María Gombau, la mujer acusada de matar a sus dos hijos en Godella, en una imagen de archivo de 2011

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Bruno Hernández, conocido como el descuartizador de Majadahonda, lleva cuatro años en la cárcel, la mayoría sin salir de la enfermería de la prisión de Navalcarnero. Fue condenado a 27 años por matar y descuartizar en una picadora a su tía Liria (2010) y a su inquilina Adriana (2015). Había sido diagnosticado muchos años antes de esquizofrenia paranoide con ideas delirantes ; había tenido ingresos en unidades de psiquiatría de varios hospitales pero el Tribunal le consideró imputable y apreció solo una «limitación leve de sus facultades mentales». Es uno de los 1.800 internos con una enfermedad mental grave (esquizofrenia, trastorno bipolar, psicosis, depresión mayor…) que ha acabado en una prisión convencional y no en uno de los dos hospitales psiquiátricos penitenciarios: Foncalent y Sevilla.

«El 30 por ciento de los presos españoles padece algún tipo de trastorno mental», explica a ABC Julián Sanz, jefe de servicio de Drogodependencias de Instituciones Penitenciarias, pero «no todos ellos tienen trastornos graves». Los que sí los tienen representan alrededor del 4,2 por ciento de los internos: 1.800 personas. Un 15 por ciento de estos pasan sus días en las enfermerías de los centros penitenciarios, como Bruno. El 40 por ciento han sido destinados a módulos de respeto o unidades terapéuticas y el resto está en cualquier tipo de módulo. «Hay que desterrar la idea que vincula delito y enfermedad mental, esa relación es falsa; los casos son excepcionales», reivindica Sanz. Y aporta más cifras: solo un 5 por ciento de todos los delitos violentos los comete una persona con una patología mental.

Decisión judicial

Hace unos días se sumó a ese porcentaje María Gombau, la madre de Godella acusada de matar a sus dos hijos de tres años y medio y cinco meses. El juez envió a ella y a su pareja, Gabriel Salvador Carvajal, a la cárcel de Picassent (Valencia). Cada uno permanece en la enfermería de sus respectivos módulos. Gombau pasó sus primeras horas detenida en la unidad de psiquiatría de un hospital. Podría haber permanecido arrestada en ese lugar, o bien haber sido conducida a Foncalent, pero el magistrado optó por la prisión.

Para estos internos con patologías graves, que llevan más de dos años enfermos y presentan una gran disfunción se puso en marcha el PAIEM (Programa de Atención Integral a la Enfermedad Mental), dirigido a esos cerca de 2.000 reos, muchos de los cuales no habían sido diagnosticados antes de entrar en la cárcel. «El 80 por ciento han consumido drogas y eso ha agravado su situación», aclara Sanz. Como Alberto Sánchez, conocido como «el caníbal de La Guindalera», internado en la enfermería de Soto.

El programa persigue una atención clínica estable, mejorar la autonomía y la adaptación, concienciar al enfermo de su patología y lo que ellos llaman «adherencia al tratamiento», que se tome la medicación: una quimera.

Todos los profesionales destacan el estigma que acarrea la enfermedad mental y que es doble si se trata de un preso , o triple si además hay consumo previo de drogas. «Hay enfermos que no deberían estar en prisión», asegura Raúl de la Torre, jefe de Área de Ordenamiento Sanitario de Prisiones. Son los jueces quienes deciden dónde debe purgar su delito la persona tanto antes de la condena como después. La falta de medios públicos extiende su sombra por donde pasa. «En los juzgados no suele haber asesoramiento en la enfermedad mental», indica Sanz. En prisión tampoco sobran los profesionales; al contrario.

Los psiquiátricos penitenciarios de Foncalent (Alicante) y Sevilla son los diques de la contención de la locura en la red penitenciaria, con un carácter terapéutico . En el primero hay en este momento 305 personas, el único que tiene un módulo para mujeres, y 156 en el andaluz. Según fuentes penitenciarias, en ambos hay plazas libres. Quienes están allí han sido declarado inimputables y no cumplen una pena, sino una medida de seguridad. «Tenemos un problema de desarraigo. El interno de Canarias o de Galicia que está en Foncalent cuenta con muy poco apoyo». Esa medida de seguridad está ligada a la condena que le hubiera correspondido si se le hubiera considerado responsable, es decir, si la enfermedad mental no estuviera detrás de la comisión del delito.

Bárbara, pareja de Bruno Hernández, lleva cuatro años peleando para que él sea tratado como lo que es: un enfermo. «Necesita un tratamiento que sí tiene, pero también atención psicológica. Solo está en la enfermería. Al gimnasio no tiene fuerzas para ir por la medicación y la biblioteca se la prohibieron porque escribía la sílaba «ER» (su permanente obsesión) en todos los libros. Los enfermeros se portan muy bien con él, pero el psiquiatra lo ve una vez al mes».

«La realidad es que hay falta de medios. Se olvida el tratamiento en pro del castigo. Si tiene usted que acabar en aislamiento o en la enfermería, acaba», asegura Rocío Gómez Hermoso, psicóloga forense que asesora a los jueces de Vigilancia Penitenciaria desde 1996 y es miembro del foro de discapacidad del CGPJ. «Tenemos que exigir más medios para atender la discapacidad cognitiva en prisión. Solo hay módulos específicos en Segovia y Estremera. Son presos con una capacidad intelectual por debajo de la media y/o con alteraciones sensitivas y cognitivas, que pueden tener reacciones agresivas porque no se enteran, no entienden las órdenes o las normas y a veces creen que se burlan de ellos». «No podemos seguir con el mito de que el enfermo mental es peligroso, es un estigma injusto y falso», reitera De la Torre.

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