Susana Díaz y Pedro Sánchez, en el último acto de la campaña electoral del PSOE
Susana Díaz y Pedro Sánchez, en el último acto de la campaña electoral del PSOE - reuters
elecciones autonómicas andaluzas

El monocultivo andaluz

La autonomía andaluza es un monocultivo de poder asentado sobre una fuerte identificación entre las instituciones y el partido de gobierno

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

El gran bucle paradójico de la autonomía andaluza consiste en que su principal fracaso lo determina el éxito del partido que la hizo posible. La larga hegemonía socialista ha acabado por convertirse en el verdadero hecho diferencial andaluz: un monocultivo de poder asentado sobre un latifundio institucional sin otra finalidad que la de sucederse a sí mismo. Treinta y cinco años de gobierno ininterrumpido han permitido al PSOE la construcción de un código de identificación política y simbólica con el régimen autonómico a semejanza de los regímenes nacionalistas, y en esa simbiosis ha logrado cimentar un estado de opinión, cercano al sentimiento de pertenencia, que blinda su ventaja electoral al margen de las circunstancias de la gestión y de las propias condiciones de estancamiento social y económico que mantienen a la región a la cola de las estadísticas españolas. Asentado sobre el enorme aparato político y administrativo de la Junta se ha transformado en el Partido Alfa, el eje sobre el que gira la vida comunitaria.

La clave de esa dominancia se remonta a finales de los años setenta. Un golpe de intuición táctica de Felipe González permitió al PSOE erigirse en el cauce de la reivindicación regionalista, basada en el agravio frente a las llamadas «autonomías históricas». Al abanderar la sacudida popular para desgastar a un Adolfo Suárez que cometió en Andalucía su mayor error estratégico, los socialistas desplazaron al incipiente andalucismo y se instalaron como la gran fuerza estructural que daba cohesión al proceso autonómico. Nadie los ha movido aún de esa posición, desde la que han convertido a Andalucía en el gran feudo socialdemócrata, soporte de sus grandes mayorías en el Estado y refugio durante las épocas de invierno electoral. Inmunes a la corrupción, al desgaste, a los ciclos de retroceso económico, a sus disputas de liderazgo interno, incluso a la reciente crisis de las instituciones y del bipartidismo.

La socialdemocracia ha construido un miniestado de bienestar

La posición hegemónica del socialismo andaluz se asienta sobre tres grandes premisas. En primer lugar, la existencia de un rasgo de psicología colectiva proveniente de siglos de subdesarrollo: el miedo al desamparo social. En segundo término, que guarda estricta relación con el primero, la construcción de un miniestado de bienestar basado en las transferencias de renta que establecen los mecanismos de solidaridad territorial del Estado (y anteriormente, durante una etapa decisiva, los fondos de la Unión Europea). Y por último, el anclaje de un potente voto biográfico de izquierdas que procede de la desconfianza histórica en una derecha asociada con el pasado caciquil y la desigualdad agraria. La negativa de UCD a apoyar una autonomía de primer nivel renovó ese recelo secular que sigue lastrando los intentos de alternancia. Aunque la modernidad ha barrido el miedo atávico a los conservadores en las zonas litorales y urbanas, creando un fuerte sector político de centro-derecha, en el ámbito rural persiste esa profunda suspicacia sobre la que el PSOE sigue percutiendo como base de su dominio. La actual campaña de Susana Díaz se ha desarrollado en gran parte en las «agrociudades» y municipios pequeños donde su partido permanece inmune incluso a las tentaciones rupturistas que el surgimiento de Podemos ha abierto entre ciertos sectores izquierdistas de clase media en las ciudades y zonas metropolitanas.

A partir de esa sólida posición que le garantiza un suelo de estabilidad, el socialismo ha tejido desde la Junta un entramado de intereses de tipo clientelar, basado en la administración de los recursos públicos con criterios a menudo discrecionales, de los que el fraude de los ERE constituye el ejemplo más nítido. La Administración autonómica vertebra una comunidad de economía fuertemente dependiente: es el primer empleador, la primera empresa, el primer contratista, el primer anunciante, incluso el propietario del único medio de comunicación de alcance regional. La influencia de este sector público sobredimensionado abarca y cubre todos los sectores, desde la empresa a la cultura, desde el turismo –la principal industria regional– hasta las asociaciones cívicas. Permeabiliza incluso a las cofradías religiosas, y en todo el tejido social derrama recursos, ayudas, subvenciones.

Es también el soporte de una formidable maquinaria de propaganda, capaz de crear marcos mentales favorables en las circunstancias menos propicias. Así, en los últimos años, el aparato de poder oficial ha logrado arraigar en gran parte de la sociedad la idea de que la significativa mengua del bienestar y los servicios públicos –sanidad, educación, dependencia– obedece a las restricciones presupuestarias impuestas por «los recortes de Rajoy», zafándose de la responsabilidad de una autonomía con plenos poderes para diseñar sus prioridades de gasto. El partido-guía puede convertir cada ambulatorio, cada colegio, cada centro de mayores, en una oficina electoral que distribuye consignas bien planeadas para crear climas ventajosos de opinión pública.

Dique al neoliberalismo

En ese marco de predominio, la socialdemocracia ha conseguido escabullirse de la penalización electoral del más determinante de sus lastres políticos: una tasa de paro superior en 10,5, puntos a la media nacional. Nueve de las diez poblaciones con mayor desempleo son andaluzas, y en algunas –como Linares, devastada por la quiebra del conglomerado automovilístico de la antigua Santana– el paro juvenil alcanza la escalofriante cifra del 72 por ciento. Ciertamente Andalucía posee una mayor tasa de desempleo estructural que España, y además su economía registra oscilaciones cíclicas también más potentes que el resto del país. Pero el factor esencial que resta impacto al drama es el miedo al desamparo: la Junta aparece ante muchos ciudadanos como la garantía de cobertura y de cohesión, el dique que impide la exclusión de los desfavorecidos frente a las políticas neoliberales de la derecha.

Existe una economía depediente de la Administración

Esa hábil explotación de la solidaridad efectiva compensa ante el cuerpo electoral la evidencia de la corrupción que atraviesa el régimen como consecuencia de su propia longevidad, y que la instrucción de la magistrada Mercedes Alaya ha tratado de definir como un sistema de agio propiciado desde el mismo Gobierno autonómico para aumentar la discrecionalidad de la distribución de recursos. Para gran número de andaluces se trata de un molesto ruido de fondo, una especie de paisaje rutinario que no basta para constituir un motivo de rebeldía electoral, aunque desgasta la potente coraza de un sistema que ha tratado de maquillarse con retoques cosméticos, incluido el relevo del presidente de la Junta, y amagos de asunción de responsabilidad política. Como arma de oposición está amortizada: el momento álgido de los escándalos no bastó en 2012 para propiciar una alternancia en el poder. Más que de tolerancia, se trata de un sentimiento de resignación colectiva, que tiende a considerar el fraude como mal menor de un statu quo de conveniencia.

La brecha con España

Otro tanto sucede con el problema que los expertos estiman como el mayor fracaso autonómico: la incapacidad para invertir el signo decadente del modelo productivo. A lo largo de tres décadas y tras la inversión de más de cien mil millones de euros además del gasto presupuestario corriente, la autonomía no ha logrado corregir la brecha de desarrollo con el resto de España. Las estadísticas de PIB, riqueza por habitante, fracaso educativo y por supuesto empleo continúan por debajo de la media nacional de modo recurrente, mientras la presión fiscal y el peso burocrático se sitúan varios puntos por encima. Existe una constante cíclica estructural por la que Andalucía crece más que el conjunto del país en épocas de prosperidad y retrocede con mayor fuerza en tiempos de crisis.

Pero por primera vez ese diferencial está variando de modo alarmante: los síntomas de recuperación van a un ritmo inferior a la media española. Las estimaciones de los servicios de estudios financieros y universitarios alertan de la posibilidad de un descuelgue si no se adoptan reformas urgentes que supondrían para la Junta una renuncia a su modelo de redistribución basado en transferencias externas de renta. Una modificación del sistema de financiación territorial tendría consecuencias desastrosas para la continuidad de ese modelo.

Dicho de otro modo: el gran problema de fondo de Andalucía es su dependencia externa e interna, en la que la consolidación de un poder unívoco de índole clientelar impide el despegue basado en los recursos propios. Y como los antiguos latifundios agrarios, la autonomía más poblada del país permanece varada en un sesteo histórico.

Ver los comentarios